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The Spy of the Heart
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5. Una paz rota

Me senté medio dormido en la silla sorbiendo un café. Mientras echaba un vistazo alrededor de la habitación, me preguntaba si cámaras ocultas no me estaban observando. Con cuidado saqué la servilleta debajo de mi taza para evitar que se manche. Rápidamente la observé y la deslicé con delicadeza en mi bolsillo. Se podía leer, “La Casa Blanca” (“The White House”), y estaba decorada con el sello presidencial. Pensé que a mi hija adolescente, aún fascinada y perpleja respecto a mi intervención en el conflicto afgano, le agradaría tenerla. Una preocupación cruzó mi mente “Pero y que hay de mi camisa. Aún huele mal”. La frustración se incrementaba en mí a medida que me obsesionaba con eso. Pensaba: “Pudiendo haber sucedido en cualquier momento, ¿justo ahora viene a pasar?”

Después de mi llegada al hotel, al amanecer, intenté limpiar la camisa lo mejor que pude. Aún era muy temprano como para ir a la habitación y no tenía conmigo otra camisa de vestir. Fui al baño de varones en el lobby del hotel e hice lo mejor que pude para limpiar la manga derecha con una toalla de papel humedecida y un poco de jabón. La camisa parecía bastante limpia, pero había vestigios de olor, un tenue olorcillo fecal. No había olido nada de eso cuando me quedé dormido en el vuelo nocturno, feliz de tener dos asientos donde acurrucarme.

Aún estaba esto en mi mente cuando fui al encuentro del asesor presidencial Brent Scowcroft. Pensé: “Mantén la calma, te estás preocupando demasiado por esto. Es tan débil que sólo tú puedes olerlo.”

Medité acerca de como los pensamientos privados y el trabajo irracional de la imaginación siempre están como en un telón de fondo, cualquiera sea la tarea que nos ocupe. Los congresistas con los que acababa de reunirme no parecieron darse cuenta del olor, pero yo estaba tan preocupado respecto a estar oliendo mal como lo estaba respecto a los importantes problemas internacionales que había venido a discutir.

La puerta se abrió y me invitaron a entrar. El Congresista Duncan Hunter y algunos otros representantes republicanos acababan de informar al Asesor Nacional de Seguridad respecto a mi testimonio. Me presentaron al General Scowcroft y de inmediato, después de solo unas pocas palabras, me sentí impresionado de cuán sólido se veía. Hablaba sin rodeos, aunque con cierta calma y amabilidad. Cuando hablé me observó cuidadosamente, y parecía sondear mis palabras tratando de descubrir su grado de veracidad.

Respondiendo a su mirada dije -Señor, ya no hay dudas, los soviéticos aún están bombardeando Afganistán, al menos en el norte.

Tan solo unos pocos meses antes, durante la primavera de 1989, los soviéticos habían firmado un tratado de paz con el cual cesaban las hostilidades en Afganistán. Se esperaba que ellos no interfirieran en la lucha que se estaba llevando a cabo entre el régimen marxista, aún en el poder, y la amenaza arrolladora por parte de los Mujahidines de derribarlo. Los Mujahidines ya controlaban al menos el ochenta por ciento de las zonas rurales y estaban cerrando el cerco alrededor de las ciudades principales. Los soviéticos aún estaban abasteciendo a los marxistas y los Estados Unidos todavía estaban entregando fondos a los Mujahidines. Pero estos bombardeos soviéticos eran una ruptura concreta de los recientes acuerdos internacionales. Con Ustad Rahimi había visto los efectos de estos bombardeos, escuchado las explosiones, y había sido testigo – en el norte- de los aviones que volvían hacia la Unión Soviética.

-No Señor, no pude ver ninguna inscripción, pero claramente los aviones volaban al sur sobre el Río Oxus y después de bombardear retornaban al norte.

Cuando dije esto, otro pensamiento privado me invadió. Casi sonreí cuando me di cuenta de que tan solo una hora antes, brindé un informe a un comité del Congreso donde estaba presente, entre otros congresistas conservadores, Bob Dornan, quien alguna vez actuó como copiloto de la serie de TV “Twelve O’Clock High”. Cuando era un adolescente en algunas ocasiones había mirado este programa. Él también me había preguntado si había visto inscripciones militares en los aviones; esto era poco probable, dada la elevada altitud en la que volaban estos bombarderos. Me había hecho la misma pregunta dos veces. Esto trajo a mi mente la imagen de un hombre que cambia su testimonio cuando esta bajo un interrogatorio donde se repiten las mismas preguntas. Sentí que Dornan era el más duro de todos en presionar por una descripción clara de los bombardeos, a los efectos de ejercer mayor presión sobre los soviéticos y así lograr que éstos terminen con las violaciones al Tratado de 1989 que ellos habían firmado en Génova. Tratado en el cual prometieron al mundo finalizar las hostilidades contra Afganistán.

Estaba sentado enfrente del Asesor Nacional de Seguridad, intentando parecer tranquilo, aunque con el hombro izquierdo sobresaliendo hacia él y el cuestionable lado derecho tan distante como fuera posible. Esperaba que así no pudiera olerme.

El encuentro con el Sr. Scowcroft sólo duro alrededor de veinte minutos. Detallé la muerte y miseria de la que había sido testigo recientemente. O los aviones eran bombarderos soviéticos o eran del gobierno marxista afgano que se abastecían en Uzbekistán; lo cierto era que de cualquier modo, la gente estaba muriendo. Estaba triste y enfadado con estos ataques injustificados. Muchos pueblos habían sido bombardeados y había sido testigo de las secuelas de muerte y destrucción en varios de ellos. Recuerdo escuchar el cansancio de mi propia voz, mientras explicaba todo esto a Scowcroft.

No era una persona muy política, pero aquí estaba en Washington DC, en noviembre de 1989, intentando influir en acontecimientos que sucedían en aquellas tierras lejanas donde había estado tan solo un par de meses atrás. En ese entonces mi misión había consistido en ayudar a los refugiados desplazados internamente con pagos en efectivo para la compra de alimentos y realizar un informe de los efectos de una hambruna devastadora. La hambruna actual fue causada por langostas y otras pestes que se habían multiplicado fuera de control después de una década de guerra, la cual había provocado un descuido en los programas de control de plagas. Yo estaba en las provincias de Jowzjan y Faryab en momentos en que estos bombardeos se estaban llevando a cabo. Esta violación a la paz no era un acontecimiento excepcional: tiempo más tarde algunos afganos me dijeron que en otras provincias del norte también ellos habían sido bombardeados. Estaba en Washington gracias al interés en estos eventos recientes por parte del congresista Duncan Hunter. Tan pronto como él escuchó acerca de mis experiencias en el norte de Afganistán, me preguntó si hablaría en Washington DC.

Me había encontrado por primera vez con el padre de Duncan Hunter en el año 1987, en una de las exhibiciones de arte afgano de nuestra Fundación. Robert Hunter vino a ver las artesanías que estábamos exhibiendo en un hotel cerca de su casa. Nuestra fundación había asumido la tarea, un tanto titánica, de realizar el marketing de toneladas de alfombras acumuladas, y de otras artesanías hechas por afganos que sobrevivían en los campos de refugiados situados en Pakistán. En 1986, bajo los auspicios de la oficina del Alto Comisionado para Refugiados de Las Naciones Unidas (en inglés la sigla: UNHCR), habíamos comenzado con un proyecto de hilado de alfombras. Viajamos alrededor de los Estados Unidos con la Feria Cultural Afgana para vender las artesanías y educar a la gente acerca de la cultura afgana. Nuestro trabajo se hizo más difícil por el hecho de que una buena porción de nuestras alfombras y artesanías eran de una calidad inferior, comparadas con las excelentes piezas realizadas una generación anterior con mejores materiales y sin la tragedia de la guerra.

Robert Hunter era un verdadero caballero y un político conservador con un gran corazón. Él me presentó a su hijo y a la elite conservadora en Washington que estaba comprometida en forma estrecha con la entrega de fondos y el suministro de armas a la resistencia afgana. El hijo de Robert Duncan era el tercero en la lista de diputados del partido republicano que representaba al condado de San Diego, cuya economía se sustenta en la investigación, desarrollo y ventas de armas.

Duncan Hunter contribuyó en forma decisiva en ayudar a que nuestra fundación tuviera acceso a los vuelos de carga del Departamento de Defensa; se nos permitió cargar en los aviones muchas toneladas de provisiones médicas y agrícolas hacia la frontera afgana para ayuda humanitaria. Sin estos vuelos asignados por el Congreso, no podríamos haber afrontado los costos de enviar esa ayuda. A pesar de la amabilidad de Duncan, no me sentía cómodo en su círculo político. Aunque acepté su ayuda y me uní a él en Washington para testificar respecto al bombardeo soviético, me sentí ambivalente y fuera de lugar en esa ciudad dominada por la política. También estaba en un estado de shock cultural desde mi regreso de Asia Central.

En general, me había acostumbrado a sentirme como un extraño. Durante cinco años, de vez en cuando, había vivido y trabajado entre los afganos, sumergido en el carácter tradicional y altamente estructurado de la cultura afgana; donde había desarrollado el hábito de expresarme en forma indirecta. A pesar de las amistades maravillosas que hice con muchos afganos, y de su gran sentido del humor y de su dedicación, aún así, en ocasiones sentía un poco de soledad. Había una brecha cultural tan grande entre nosotros que me sentía como un extraño. No podía compartir libremente cómo me sentía respecto a muchas cosas; y es este compartir el que alimenta el centro de cualquier amistad. Sin embargo también me sentía como un extraño entre los muchos políticos conservadores norteamericanos con los que me había encontrado en la ciudad fronteriza de Peshawar, en Pakistán, quienes estaban, de manera diversa, comprometidos con la guerra en Afganistán. Muchos de estos políticos de derecha veían al Afganistán solo como un lugar en donde humillar a la Unión Soviética. Otros venían a realizar trabajos de caridad o a difundir los evangelios cristianos. La gama de personalidades iba desde miembros bien intencionados de una organización cristiana de ayuda humanitaria hasta lectores camuflados de Soldado de la Fortuna (Soldier of Fortune) esperando llenarse de dinero. La mayoría de ellos conocían muy poco respecto a la cultura afgana y no eran concientes o se burlaban de la herencia cultural del Islam. No obstante lo amables y serviciales que solían ser conmigo, veían el mundo desde un punto de vista muy diferente.

Me sentía un extraño tanto en Afganistán y en Pakistán, como también con estos congresistas conservadores, muchos de ellos cristianos renacidos. Luché contra la hipocresía evidente de su visión del mundo egocéntrica. Me sentí un poco como un camaleón entre ellos, discutiendo solo aquellos temas que teníamos en común. No podía imaginarme que sucedería si sacaba a colación mis otras opiniones en materia religiosa o política. Para mi sorpresa, en los pocos años que tuve trato con ellos, nunca me preguntaron en forma minuciosa respecto a mis puntos de vistas políticos y religiosos. Tenía preparado un discurso por si llegaba esa ocasión y algunas veces esto rondaba en mi mente. ¿Cómo lo presentaría cuando el momento inevitable apareciera?

“En verdad no soy una persona muy política pero en esta ocasión me motiva políticamente el sufrimiento del que fui testigo en forma directa” (Verdadero, pero no totalmente por que, por ejemplo, por propia convicción me había opuesto con firmeza a la guerra en Vietnam, ya que me oponía a la intervención de los Estados Unidos en otros países).

“Cada uno de nosotros tiene el derecho y el deber de seguir su propia conciencia política y, caballeros, pienso que comprendo por que ustedes han decidido apoyar a los Contras y a los Mujahidines. (Bien, en verdad mi conciencia no encuentra eso creíble, porque este tipo de apoyo político trae como resultado las muertes, o quizás la palabra más apropiada es asesinatos, de muchas personas a menudo completamente inocentes).

“Respeto a los pueblos de todas las religiones porque soy feliz con solo ver a la gente volcándose hacia Dios” (Cierto, ¿Pero cómo podría reconciliar el hecho de que mis nuevos socios políticos pertenecían a la religión del Príncipe de la Paz, pero a la vez representaban la más grande industria de armamentos que este planeta haya conocido?

Cuando consideré estas cuestiones fue el lado práctico de los ejercicios espirituales el que vino en mi ayuda. Me había estado sintiendo culpable acerca de lo que tomaba como mi propio disimulo, un día en el que no había hablado abiertamente de lo que pensaba. También estaba tratando de conciliarme con mi trabajo, el cual requería que trabajase con todo tipo de personas. Cada mañana estos pensamientos invadían mi meditación. Estos tipos de cambios que en el lenguaje moderno podríamos llamar psicológicos, y que son posibles de obtener gracias a tales prácticas meditativas, transforman profundamente nuestra propia conciencia y nuestra percepción del mundo. Un propósito fundamental de tales prácticas es la deconstrucción de la percepción fija con la que captamos las cosas, las propias creencias, e incluso la percepción de uno mismo. Por supuesto que yo estaba tan circunscrito a mi pequeño mundo como imaginaba que lo estaban estos individuos. De hecho, los juzgaba desde un punto de vista tan limitado como el que yo les atribuía a ellos. A medida que me permitía juzgar su universo, objetaba las leyes metafísicas del mismo. Usaba mi propia psiquis para medir la gravedad y distancia en su mundo y descubrir errores.

“¿No existe la verdad entonces?” vino a mi mente este pensamiento cuando mi identidad resurgió del inconsciente de la meditación para participar en este diálogo interno.

La respuesta vino desde un espacio inmenso dentro de mí: “Lo que habla y piensa no es la verdad”.

Entonces requerí: “¿Y qué acerca de la justicia, de los mandatos morales?”

La voz interna me guiaba: “¿La justicia de quién? ¿Los altos estándares morales de quién? ¿Te imaginas que en verdad tu mente puede conocer tales cosas? No te interpongas en el camino y deja que las cosas sean.”

Supliqué: “¿Acaso no hay nada que sea verdadero? ¿No hay nada que tenga sentido? De repente en un estallido de luz, mis preguntas se dispersaron. Las cosas se aclararon. ¡Lancé una carcajada! ¡La verdad de las olas que son el océano y el océano que aparece como olas resultó ser algo totalmente obvio! Yo no era mejor o peor que nadie. Mis ideas no eran más categóricas o más verdaderas que las ideas de cualquier otro. Mi vida no era ni más ni menos importante que la vida de cualquier otro.

La alegría de este darse cuenta ha permanecido conmigo; es una experiencia recurrente que se actualiza a sí misma. Desde luego, la sostengo en el contexto que resulte apropiado. Debo comportarme de acuerdo a lo que es apropiado para mi cultura y para mi conciencia. Y por supuesto, esta toma de conciencia no se sostiene sola. Se encuentra con otros darse cuenta que se apoyan y se realzan unos a otros. Esta toma de conciencia no le da permiso a uno para hacer cualquier cosa. Por el contrario, esto demanda que uno vea a los otros con claridad, que uno brinde los conocimientos básicos, acepte la existencia y las ideas de otros, aún cuando las confrontemos. Es bastante interesante el hecho de que esta perspectiva, con el correr del tiempo, no dio lugar a una disminución de la individualidad, sino que tuvo el efecto contrario. Mi propia individualidad estuvo más claramente enfocada y ahora se encontraba realzada. Desde mi más profunda esencia supe quien era y que quería. Esto era la otra cara de no ver la esencia, de no visualizar nada substancial en la meditación. En esto radicaba el misterio: la paradoja de encontrar más individualidad, en las profundidades de las experiencias de pérdida de la percepción de la propia individualidad. Esta experiencia me reveló que estaba comprometido de por vida en un camino de refinamiento de esta individualidad aunque sin negarla. Esto era la vía Sufi, en esencia el mismo que otros caminos místicos.

Antes de mi viaje a Washington, me encontré en California con mi querido amigo, Homayon Etemadi. Quería escuchar sus opiniones acerca de mi testimonio ante el Congreso y mi tomas de conciencia. Estaba seguro de que él me daría buenos consejos.

La semana anterior a mi declaración en el Congreso le pregunté. - ¿Qué piensas acerca de mi viaje a Washington?

En un tono amistoso dijo: - En primer lugar fuiste muy valiente en ir a Afganistán, y ahora tienes una oportunidad para hacer más bien del que ya has hecho.

Respondí: - Me pregunto si algo bueno saldrá de todo eso. Al menos estaré en un cónclave de alto nivel- Él conocía de mis opiniones políticas liberales.

- Hay una cosa que quiero mostrarte- dijo, mientras se levantaba de su silla y dejaba la habitación. Regresó con una pequeña pintura de miniatura.

Poniéndola en mis manos me dijo: - Dime que te parece.

Era un retrato de Ronald Reagan, que hace poco él había pintado .Me sorprendió un poco el ver los diseños encantadores de motivos entrelazados intrincadamente rodeando la cara de un presidente que, por decir lo menos, no había sido capaz de admirar. Homayon se estaba riendo.

Conseguí decir con aprecio: -Bien, eso es… es tan bello como cualquiera de tus otros trabajos.

Comenzó diciendo: - Ya ves, tu país ha hecho tanto por nosotros. No habríamos tenido ninguna oportunidad sin vuestra ayuda. En Occidente poca gente sabe cuan despiadada es la Unión Soviética. Tú no puedes imaginar las torturas y los asesinatos que, durante meses y aún años, se han venido sucediendo

Con tristeza por un momento hizo una pausa, afectado por sus propias palabras y los recuerdos que éstas evocaban.

Él dijo: - En agradecimiento quise hacer algo personal, algo que hiciera comprender al Sr. Reagan cuan profundamente aprecio su ayuda.

Me miró con tristeza en sus ojos, pero aún sonreía con el encanto con que usualmente lo hacía.

Dije bromeando - Estoy tan enfadado con el hecho de que los Demócratas nunca vieran esto como una causa para brindar apoyo. Siempre consideraron a esta guerra como otra de las misiones privadas de Reagan en el extranjero, tal como el fiasco de Nicaragua.

Cada vez estaba más irritado con la izquierda política a raíz de su ceguera para con el sufrimiento en Afganistán. En algunas ocasiones había intentado conseguir diputados locales y aliados políticos para que me ayudaran a recaudar fondos para los refugiados. Durante aquel viaje a Washington, ningún congresista del partido Demócrata mostró interés alguno en reunirse conmigo. Sentí esto como una enorme decepción. Entre mis viejos amigos se encontraban tanto Demócratas como personas que estaban más a la izquierda. Desde los primeros días de Reagan, ellos se habían distanciado de cualquier apoyo a los Muhajidines en Afganistán. La mayoría de mis discusiones con ellos eran improductivas y no llegaban a ningún acuerdo.

Yo despotricaría – ¡Ellos están siendo masacrados, bombardeados, envenenados! Tú sabes que estoy por la paz, pero ¿qué clase de paz puede haber si un invasor viene a matarte? ¿Te quedarías sin hacer nada en absoluto si fuese tu propia familia?

Un amigo alegó: - Eso es lo que nos dijeron respecto a Nicaragua y en cualquier otro lugar donde hacen guerras para tomar el control. ¡No te dejes engañar por ellos!

- ¡No me dejo engañar por ellos! ¡Lo he visto con mis propios ojos! Mis propios ojos. ¡Ellos están siendo masacrados!

Muchos amigos directamente me dijeron que ellos pensaban que estaba siendo usado por la Derecha. Algunos revelaron su decepción con mis acciones recientes y sugirieron que mirase con cuidado las implicaciones siniestras de hacer amistades con estos “agentes del complejo militar-industrial”. En verdad tenía sentimientos encontrados. Pensé acerca del discurso de Ronald Reagan sobre el “Imperio del Mal” y lo teatralmente absurdo e imprudente que me había parecido. Pensé acerca del engaño llevado a cabo por Oliver North y las operaciones encubiertas financiadas por solo Dios sabe que tipo de esquemas poco éticos. Y ahora me encontraba sentado frente a un hombre al que admiraba enormemente, y quien a su vez admiraba a Ronald Reagan lo bastante como para pintar su retrato.

Dije: -Homayon, no tengo elección. Los afganos deben conseguir la ayuda que ellos necesitan y los únicos en Washington que desean ayudarlos son los conservadores del Partido Republicano.

En verdad fue una nueva experiencia para mí el tener que interactuar con el grupo de Washington DC. Además de Duncan Hunter, me reuní con David Dreir y Dana Rohrabacher, ambos tan conservadores como Duncan. Todos estos hombres eran amables conmigo. Ellos hicieron lugar en sus agendas para que pudiese explicarles los programas de nuestra Fundación, y acordamos encontrarnos con otros congresistas que estaban interesados en Afganistán. Duncan organizó las cosas para que pudiese hablar en “La Voz de América” en su servicio trasmitido en lenguaje persa y hacia Afganistán. Siendo una persona políticamente de izquierda, nunca me habría imaginado haciendo tal cosa, hablando en un programa de radio apoyado por el gobierno de los Estados Unidos (por ende conservador). Pero me había encontrado más cómodo en estas situaciones. En la radio, hablé respecto a mi viaje y acerca de mi amistad y estudios con Ustad Khalili.

La prensa cubrió el encuentro y sus resultados, mientras el primer presidente Bush, un mes más tarde durante una reunión en Malta, le planteaba a Gorbachov sus objeciones sobre los bombardeos. Mis declaraciones al General Scowcroft coincidieron con las fuertes protestas realizadas por Ahmad Shah Massoud, famoso combatiente de la resistencia afgana, por los ataques aéreos llevados a cabo en el Valle de Panshir. Massoud sostenía que él y su organización eran los blancos específicos de los ataques soviéticos. Los bombardeos de los que fui testigo no parecían tener a nadie en particular como objetivo, en lugar de eso, eran efectuados desde una gran altura, un tanto al azar y destinados a aquellas aldeas que se negaban a aceptar al gobierno marxista. El único propósito parecía ser el causar miedo y confusión.

Supe que a la discusión de Bush con Gorbachov, se añadió la asignación de varios millones de dólares a las varias organizaciones de resistencia islámicas conocidas comúnmente como la “Alianza de los Siete Partidos”, para ayudarlas a continuar su lucha. Unos pocos meses después un vocero de la Alianza, llamado Sibghatullah Mujadiddi, habló en una mezquita en el norte de California y agradeció al “valiente joven norteamericano que viajó al norte de Afganistán y arriesgó su vida para documentar la agresión soviética.”

De lo que no hablé en Washington o en la emisión de radio fue de mis recientes dudas respecto a los mujahidines. Mi viaje a las zonas remotas de norte del país me había permitido ser testigo directo de una lucha interétnica; innecesaria y a gran escala. También me había quedado claro que, junto con el aporte de dinero y combatientes árabes, se estaba expandiendo a través de la nación una corriente más radical del Islam.

En estos largos viajes, me encantó tener la posibilidad de encontrarme con afganos desconocidos, a los cuales les preguntaría acerca de sus vidas y esperanzas. Algunas veces dejaría el campamento a caballo, y me encontraría y hablaría con granjeros y trabajadores afganos. Estos eran gente simple, la sal de la tierra, que no tenían idea de quien era yo o de donde había venido. Aprendí mucho de esta manera. Se quejaban acerca de los impuestos por comida que les imponían los mujahidines y de la presión que sufrían para que sus hijos se unieran al ejército de la resistencia. Los aldeanos estaban cansados y confundidos.

Había comenzado a comprender lo que Homayon me había estado diciendo desde el principio. Aún si los marxistas eran derrotados, no habría paz.