English | Español
The Spy of the Heart
Buy the book from Amazon
45 color photographs, several sketches, and 3 maps.

The Spy of the Heart can also be ordered direct from the author :
Send a check for $20 to
Real Impressions,
P.O. Box 714,
Sausalito, CA 94966, USA.
incl. Postage & Packaging.

 
 
 
 
 
 
 
 

3. Los grandes budas

El sendero se hace más escarpado a medida que nos acercamos a Haji Gak, el elevado paso montañoso que abre el camino al Hazarajat. Los hazaras son un pueblo mongol que ha habitado por siglos la región. Hazara significa “los mil”, y se refiere a los mil colonos que el ejército de Gengis Khan supuestamente trajo allí después de masacrar a todos sus habitantes en venganza por la muerte del nieto de Gengis, quien fuera asesinado en la Capital: Bamian.

Los mongoles se habrían maravillado de las estatuas de los grandes Budas talladas en los acantilados situados frente a un amplio valle cultivado. Los descendientes de aquellos colonos mongoles terminaron convirtiéndose en musulmanes chiítas, una minoría dentro de Afganistán. Los hazaras son vistos en forma despectiva por la mayoría de las otras tribus afganas, en parte por intolerancia religiosa y también por su extrema pobreza, siendo la causa de esta última principalmente el aislamiento que padecen en una de las regiones más frías delpaís. A raíz de su resistencia a la dominación afgana, durante los siglos diecinueve y principio del siglo veinte, al ser finalmente conquistados fueron sometidos a abusos y hechos esclavos. La mayor parte de los trabajadores en Kabul durante la época previa a la guerra eran criados de origen hazara. Entre los otros grupos étnicos, todavía persiste un trato denigrante y de desconfianza hacia los hazaras. Inclusive hay una expresión, chesm-i Hazara, la cual significa “el (envidioso) ojo del hazara”.

A principios del mes de septiembre ya hacía bastante frío por la noche. Al oscurecer hacíamos un alto en el camino alrededor del samowar buscando un refugio seguro hasta el amanecer del día siguiente. Estas pequeñas posadas proveen de un magro alimento y un sitio en el piso o en el techo para que el viajero haga su cama. A menudo nuestra cena consistía en una simple shurwa, o sopa, elaborada con cebollas hervidas en agua con sal a la cual se le agregaba cualquier cosa a mano, a veces hasta un pedazo de carne. Partíamos pedazos del pan plano afgano y lo dejábamos caer en el gran tazón colocado entre nosotros. Una vez que estos absorbían el shurwa recogíamos la comida con nuestros dedos. Nos encontrábamos con todo tipo de gente en estas posadas, en su mayoría a pequeños grupos de mujahidines. A los efectos de evitar situaciones peligrosas, yo me hacía pasar como un afgano proveniente de Panshir, una región del noreste de Afganistán. Al igual que yo, estos últimos tienen una piel más pálida y los ojos azules. Los otros viajeros eran gente simple y carente de educación, que aceptaban mi apariencia sin sospecha alguna. Las conversaciones con ellos eran simples y directas. Desde aquí y hasta el norte afgano no vi ni escuché acerca de ningún otro extranjero europeo o estadounidense.

Burhanuddin

De inmediato recibí el impacto de la belleza pura de la región. Trepando hacia el paso, hicimos una pausa para contemplar el hermoso espectáculo de los valles situados a nuestros pies. Corrientes del agua más pura atravesaban los barrancos de piedra. Había lugares donde las aguas termales se entremezclaban con los ríos. Deseaba zambullirme en alguna de esas piletas, pero no había tiempo para eso, debíamos mantenernos en movimiento. Teníamos el hábito de levantarnos antes del amanecer, beber rápidamente una taza de té acompañada con pan y fruta fresca, y acto seguido reemprender el camino. Mantuvimos la misma rutina durante los largos días. Caminábamos hasta que la oscuridad nos llevaba al ansiado descanso en el samowar más cercano.

Nuestro pequeño grupo lo constituían cuatro afganos y yo. Tres de mis compañeros afganos eran étnicamente uzbecos: Mohammed Ali, Asadullah, y Abdul Hayy Begzadah. Mohammed Ali era el responsable de la oficina que yo había contratado tres años atrás, para llevar a cabo los programas de nuestra Fundación en Pakistán. Asadullah y Abdul Hayy eran parientes suyos; ellos ya habían hecho ese viaje al norte en varias ocasiones. Eran responsables de encargarse de nuestro alojamiento y prepararnos la comida. El último miembro de nuestro grupo era un agradable anciano llamado Burhanuddin. Él se había acercado a nosotros en Angurada, en la frontera afgana, justo antes de que nos separásemos del grupo del Comandante Nurullah, y nos pidió unirse a nuestro grupo por razones de seguridad. Como retribución ofrecía sus servicios cómo guía. Burhanuddin era Tajik. Aunque el resto expresara su renuencia a que nos acompañara, insistí para que se le permitiera unirse a nosotros. Encontré en Burhanuddin una persona digna y bien informada, y de inmediato disfrute de sus relatos de las costumbres de los pueblos rurales. Parecía estar familiarizado con todas las tribus en la región y él mismo provenía del norte de Hazarajat. Con los peligros propios de esta clase de viajes, la decisión de permitirle acompañarnos resultó ser muy sabia.

El joven Abdul Hayy y yo conversábamos mientras caminábamos delante de los otros. A medida que lo iba conociendo mejor, sentía más afecto por él a causa de su sinceridad. Todavía estaba muy agradecido por la forma en que intervino en mi favor cuando nos detuvieron en Wardak. Desde entonces habíamos revivido nuestra experiencia varias veces, hablando acerca de cómo nos fueron las cosas a cada uno después de que fuéramos detenidos y separados. Y él también parecía que, después de ese incidente, simpatizaba un poco más conmigo.

Abdul Hayy estaba cerca de cumplir los veinte años cuando vino por primera vez a Peshawar desde una remota aldea rural en el norte de Afganistán. El provenía de una familia noble de la provincia de Faryab, alejada de la vida más cosmopolita de Kabul, la capital afgana. Resultaba natural que él pensara que la única religión posible en el mundo fuera el Islam. No conocía a ningún no musulmán excepto a mí y nunca había estudiado las creencias de otras religiones. Por puro afecto él, en ocasiones, me presionaba acerca del Islam.

Abdul Hayy Begzadah

Dirigiéndose a mí por el nombre que llevaba durante aquellos años me dijo:

- Sikandar, nosotros fuimos muy afortunados. La gente de Hesbi Islami puede ser despiadada. Fuimos protegidos por Dios y por la verdad del Islam. ¿No te acerca esto al Islam?

Su sincera sonrisa, mientras me hablaba, era como un saludo y revelaba una alegría e inocencia irreprimible, lo cual me llevó a confiar en él. Ahora que ya había cumplido los veinte años, sus modales, forma de hablar y el orgullo que mostraba por su apariencia y estilo de vestir podían haber hecho de él un protagonista de los cuentos del Príncipe Valiente. A partir de su valentía en Wardak reconocí en él rasgos de sinceridad y nobleza.

- Te diré una cosa Abdul Hayy, no estaba seguro acerca de como el Comandante Asif reaccionaría cuando yo vaciara mis bolsillos y le diera el versículo coránico. Me siento aliviado de como las cosas se volvieran tan favorables para nosotros. Tú sabes que medito acerca del Islam pero aún no estoy listo para tomar una decisión tan importante.

Le expliqué como mi padre, cuando volvía de cada viaje a esta región, me preguntaba si aún era cristiano. Así traté de hacer entender el asunto a Abdul Hayy y al resto. Es verdad que mi padre me preguntaba en qué me estaba involucrando en realidad en Afganistán. El estaba al tanto de mi permanente interés en otras religiones y conocía que estaba estudiando sufismo. En ocasiones expresó su preocupación acerca de una creciente amenaza política islámica en el mundo. Si bien sus preguntas siempre eran indirectas, en los hechos revelaban su ansiedad respecto a mi atracción por el Islam.

Abdul Hayy me hizo una pregunta que ha menudo me la realizaban mis compañeros afganos:

- Si realmente estás tan interesado en el Islam. ¿Por qué no te conviertes en musulmán?

Mis compañeros eran concientes que, a principios de ese año, había practicado el largo ayuno mensual del Ramadán, como un experimento para comprender mejor la religión. Pienso que se sintieron decepcionados de que no me hubiera convertido al Islam al finalizar el mes del ayuno. Los afganos se refieren a sus padres como qibla gaah, o “lugar de adoración”, tal es el profundorespeto que sienten por ellos. Encontré que era más fácil explicar mi ambivalencia respecto a convertirme al Islam diciendo que no estaba seguro respecto a como mi padre reaccionaría. Esta excusa era, al menos metafóricamente, cierta. Si me convertía en musulmán, no estaba seguro acerca del impacto que tal decisión tendría en mi vida dentro de mi entorno familiar, y estaba en el proceso de pensar acerca de todas estas cosas.

- El tema es tu padre, ¿no es verdad? –me preguntó Abdul Hayy.

- Sí, Abdul Hayy, esa es una de mis preocupaciones. La otra cuestión es que una persona debería estar absolutamente segura antes de cambiar su religión. Imagina lo que sería para ti cambiar tu religión.

Rió ruidosamente ante lo absurdo de la respuesta.

- Sikandar, eso es imposible. ¡El Islam es la verdadera religión! ¡Es la última religión revelada!

Me di cuenta de que era imposible trasmitir una visión postmoderna y relativista a alguien proveniente de una cultura no occidental. Esto era verdad especialmente en la cultura rural muy conservadora de Afganistán, la cual, de alguna manera, era quizá análoga a la rígida cultura cristiana del Medioevo. No se podía esperar que los afganos pudieran comprender lo abiertos y experimentales que los norteamericanos se muestran a las nuevas ideas. Pensaban que era extraño e interesante a la vez que yo practicara el ayuno de Ramadán no siendo un musulmán. Desde mi punto de vista, dudaba de la sinceridad de mi interés por el Islam. ¿Verdaderamente era tan profundo?

Homayon Etemadi

Mientras caminaba con Abdul Hayy, le conté acerca de mi práctica del ayuno junto a mi querido amigo en California Homayon Etemadi, quien era un famoso pintor miniaturista afgano.

-Tuve la ayuda de Homayon. Él me aconsejó como llevar a cabo el ayuno correctamente. Fue la compañía más maravillosa que podría haber tenido para esa experiencia.

Abdul Hayy replicó en un tono escéptico:

-Por lo que he escuchado, los miembros del clan del rey no son muy buenos musulmanes. ¿Qué relación tiene él con el rey?”

Le respondí a Abdul Hayy:

-Él es el primo del rey Zaher Shah, pero pienso que es muy buen musulmán. Déjame contarte algo más respecto a él. Homayon una vez trabajó en el gobierno real como munshi, es decir Secretario Real. Él también era el encargado de la Biblioteca Real y jefe de los pintores. Es un cazador apasionado que tenía la costumbre de viajar en las expediciones de caza de la realeza en las montañas y pantanos de todo Afganistán. Me encontré con él hacia el año 1987. Mi primera impresión fue que se trataba de un hombre moderno y secular. Teniendo en cuenta que Homayon no hablaba inglés, nuestras primeras conversaciones estuvieron limitadas a mi pobre persa. Inmediatamentesimpatizamos el uno con el otro. Pronto nos encontrábamos todas las semanas en su casa, donde hablábamos durante horas. Esto ayudó a que avanzase aprendiendo el persa en forma bastante rápida.

Mientras describía las características de Homayon a Abdul Hayy, recordé como este anciano digno progresivamente me conduciría a conversaciones más profunda acerca de todos los aspectos de la cultura afgana.

- Desde el principio –le dije a Abdul Hayy-, estaba claro para mí que Homayon iba a ser mi mentor. Él me dio a conocer las reglas de la etiqueta y el lenguaje afgano. También me enseñó a dibujar miniaturas en el viejo estilo de Herat. Ten presente que Homayon ha experimentado otras culturas. Él trabajó y estudió en el exterior. Como secretario del rey, se había encontrado con muchos dignatarios y estaba bien informado acerca de las costumbres de otros pueblos.

- Parece ser un hombre notable. ¿Cómo resultó pasar el mes de ayuno con él? –preguntó Abdul Hayy.

- Él era escrupuloso respecto a la observancia del ayuno. En los días que estábamos juntos, nos levantábamos antes que amaneciera para servirnos una pequeña comida con agua y jugo. Pasábamos los días inmersos en nuestro trabajo hasta que el sol se hundía bajo el horizonte, momento en el cual podíamos beber y comer otra vez. El mantenía su buen humor y tenía una sonrisa compasiva hacia aquellos que estando alrededor de nosotros no eran capaces de mantener el ayuno -respondí.

Mientras Abdul Hayy y yo caminábamos en silencio, reviví algunas de mis experiencias con Homayon. Sonreí mientras recordaba nuestro primer día de ayuno. Mientras viajábamos juntos durante ese mes de ayuno, Homayon y yo llegamos a Pakistán procedentes de Londres, y nos convertimos en huéspedes en la casa de uno de los más famosos calígrafos del país. Cuando llegamos a su encantadora casa en Islamabad en las últimas horas de la mañana, la comida y el té ya estaban servidos sobre la mesa. Al principio pensé que la comida era para mí, pues yo era norteamericano y no musulmán. El calígrafo y sus otros invitados se sorprendieron alsaber que yo estaba ayunando; dudaron unos pocos minutos, y después se lanzaron directamente a la comida.

Más tarde, y con un tono indulgente, Homayon dijo:

-No todo el mundo puede mantener el ayuno, algunos tienen problemas médicos o se enfurecen cuando no comen.

Recordé como Asifa, la esposa de Homayon, había relatado que ella y sus hermanas le rogaban a su padre que no ayunase porque se ponía insoportable cuando lo hacía. Aparentemente él suspendía el ayuno después de uno o dos días.

Consideré como mi propio humor se modificaba más de lo normal. También recordé ver algunas peleas en las calles de Peshawar durante el Ramadán.

Retorné a mi diálogo con Abdul Hayy:

-Después de los primeros días de ayuno, un sentimiento de paz se instaló en mí y sentí algún tipo de beneficio espiritual en ello. Lo hice durante todo el mes sin tener ninguna gran dificultad.

Abdul Hayy dijo:

-Ya ves, Sikandar, el Islam es la verdadera religión. Las prácticas como el ayuno nos conducen más cerca de Dios. Tú has experimentado las bendiciones del ayuno. Parece Sikandar que te estas acercando al Islam.

- Estaba experimentando, Abdul Hayy.

Pero él estaba en lo cierto en cuanto a que estaba pensando acerca del Islam. Me preguntaba: ¿podría ser fiel a los otros preceptos islámicos, en el marco de mi cultura secular a la que tenía que retornar, teniendo en cuenta el entorno tan diferente que me rodeaba?

Pensé en Homayon una vez más; él era un buen modelo a seguir, y estudié su enfoque. Practicaba una piedad discreta y aun así podía mezclarse con facilidad con el mundo moderno. Era verdad que no se unía a las plegarias colectivas en la mezquita, ni hacía alarde externo alguno de piedad religiosa. A menudo expresaba su preocupación respecto a la hipocresía. Ciertamente yo, por experiencia propia, había conocido a mucha gente “religiosa”, musulmanes u otros, quienes eran culpables de hipocresía. Homayon nunca bebió alcohol, a pesar de la aceptación general del hábito de la bebida entre la elite de Kabul antes de la guerra, pero nunca criticó a quienes lo hacían. Practicó la amabilidad y pasó la mayor parte de su vida expresando la belleza mediante sus cuadros. Como intelectual, apoyaba fuertemente los valoresseculares, particularmente en la educación. Era muy crítico de las fuerzas islamistas que estaban adueñándose de Afganistán. Cada vez que me alegraba de las victorias de los Mujahidines en su lucha contra los marxistas, él decía:

“Tú no entiendes, la verdadera lucha aún no ha empezado. Un día ésta tendrá lugar entre los distintos grupos étnicos y las organizaciones de religiosos ignorantes que han tomado el poder en Afganistán. Esa lucha continuará por muchos años. La gente usará el nombre del Islam para arrastrar a nuestro país a lo más profundo de la ignorancia.” El curso de los acontecimientos ha demostrado lo cierto de su evaluación.

Mientras caminábamos juntos, expliqué algo de esto a Abdul Hayy. Sabía que quizás él no podía comprender la cultura del Afganistán anterior a la guerra, pues era demasiado joven para recordar. En tan solo una generación, el país había sido tomado por las garras del fanatismo religioso. Le hablé a Abdul Hayy respecto a la mentalidad abierta de musulmanes como Homayon.

-Homayon y algunos pocos afganos educados, amigos míos, tienen una visión diferente del Islam. Ellos no son como estos fanáticos.

Describí la amplia visión de mis amigos educados, un punto de vista que indudablemente sería un anatema para los musulmanes más puristas. Le explique que la compañía de Homayon me había acercado más al Islam. El me había mostrado un Islam que parecía estar más en armonía con el significado fundamental de la palabra en árabe: “entrega”.

-Ya ves, Abdul Hayy, he observado algunas muy buenas cualidades en Homayon. Él es un pensador claro a quien le agrada formular preguntas acerca de qué motiva realmente a la gente. A él no lo convence una exhibición externa de piedad. Como musulmán él carga pacientemente con los desafíos de la vida. Él cumple como deber religioso el ser amable con los que lo rodean.

Abdul Hayy contestó:

-Da la impresión de que es un hombre bueno. En nuestra cultura, Sikandar, nosotros somos muy respetuosos de nuestros mayores. Ellos poseen conocimiento y experiencia. Por tu descripción de Homayon, pienso que él debe ser una persona decente, y escucho en tu voz la alta estima que le tienes.

Aunque Homayon era treinta años mayor que yo, nunca sentíque la diferencia de edad o de culturasse interpusiese entre nosotros. Los poemas sufis que había memorizado ayudaron a unirnos cuando nos encontramos por primera vez. Homayon, como muchos afganos de una generación anterior, estaba fuertemente influenciado por el Sufismo, la dimensión mística del Islam. Se sintió sorprendido y asombrado al escucharme recitar, de memoria, secciones enteras de la literatura clásica Sufi, ¡cuando aún no podía mantener una conversación en persa!

En los primeros siglos el Sufismo había dominado por completo la literatura de la región. La poesía sufi era ampliamente memorizada por su belleza y sabiduría. El Sufismo es ecuménico en sus puntos de vista; ve a todas las religiones como un medio de reconocer un único origen en una Divinidad que trasciende a las propias formulaciones religiosas. El padre de Homayon, un poeta sufi que escribió bajo el nombre de Farhat, lo había introducido a la elite del sufismo dentro del gobierno del viejo reino. Homayon me contó muchas historias acerca de esos individuos. Él también citaba frecuentemente a los poetas Bedil y Hafiz.

Homayon dijo: “Los sufis penetraron en el corazón del Islam. Su toma de conciencia de la verdadera naturaleza de las cosas los llevó a la comprensión de que Dios es adorado en toda religión, por cualquiera quien se dirige a Él con un corazón abierto. Los sufis claramente lo expresan en su poesía y otros escritos. Está claro que esos amigos afganos de los que tú me hablas no son educados, y por eso ellos solo pueden insistir en las más restrictivas y limitadas doctrinas de la fe islámica.”

Homayon se estaba refiriendo a la cerrazón intelectual y falta de educación que prevalecían en la zona de guerra. La mayoría de los afganos, incluyendo a mi compañero Abdul Hayy, carecían de educación. Y en las restrictivas escuelas religiosas, que actuaban en la transformada atmósfera bélica, la mayoría no suscribiría los puntos de vista ecuménicos de Homayon. La prolongada guerra había robado a toda una generación la oportunidad de una educación básica. La única educación que lamayoría recibió, si la tuvo, fue la escuela elemental y la formación religiosa. Esto último significaba memorizar los versículos del Corán y aprender los fundamentos de la práctica islámica. La mayoría de los afganos que encontré no sabían lo que los versículos coránicos realmente significaban, aun pudiéndolos recitar en árabe.

Los largos días de lento caminar y cabalgatas a caballo con Abdul Hayy y otros me permitieron tener mucho tiempo para pensar acerca de mi propia vida. ¿Por qué quería explorar tan profundamente una cultura tan ajena a mí? En cierto modo, pensaba que no podía encontrar una cultura más extraña a aquella con la que me crié. Aún así a menudo encontré cosas en común y un verdadero disfrute en la compañía demis amigos afganos. Los afganos poseen un maravilloso sentido del humor, llano y desenfadado, que es un alivio placentero a la piedad que ellos cultivan. Encontré que el afgano medio se deleita con un buen chiste y disfruta implicándose en hacer juegos de palabras. A menudo mis amigos reirían con el, inadvertido para mí, doble sentido de carácter sexual que podían hacer con mi inocente manejo del idioma persa. Mohammed Ali era especialmente malicioso al respecto. Sus ojos uzbecos, puestos en una ancha cara, a menudo delataban su humor cuando él hablaba. También, su natural curiosidad respecto al mundo lo llevaban a preguntarme sobre mi propia vida. En nuestro grupo claramente era el más educado de todos, por esto le pedí que corrigiera mi persa, y me fue de mucha ayuda, aunque eso lo pusiera en la posición embarazosa de ser al la vez mi maestro y mi asistente.

Justo antes de empezar este viaje, él me había atrapado en un juego de tomurgh. Mientras disfrutábamos de un festín de pilau con carne, me dio una porción que ocultaba la rótula de un cordero: encontrar la rótula carnosa en una comida tiene como resultado el comienzo de este juego uzbeco. Tuve que preguntarle entonces en que consistía el desafío. Me dijo que quería mi cámara fotográfica Nikon con todos sus lentes. Entonces tuve que declarar cual era mi contrapropuesta al desafío: deseaba un excelente caballo, más precisamente un semental blanco. Él aceptó y empezó el juego. Tenía que mantener la rótula del cordero conmigo todo el tiempo, en caso de que me la pidiese. Si me la requería cuando no la tenía conmigo, tendría que renunciar a la Nikon. Mi estrategia fue tratar de engañar a Mohammed Alí y lograr que me la pidiera en un momento en que yo la tuviese escondida, en cuyo caso, yo ganaría. Él me vigilaba de cerca todo el tiempo. Pensaba lo ridículo que era que estuviéramos tan preocupados con este juego de tomurgh mientras atravesábamos la zona de guerra. Pero tal vez esa era la idea del juego. Sin dudas me hizo estar más atento. Yo estaba muy apegado a mi cámara Nikon.

A samowar in the Hazarajat

Descendimos del alto paso montañoso y caminamos a través de los valles de Hazarajat. Me sorprendí gratamente al ver que los Hazara, quienes tienen rasgos propios de los mongoles, en absoluto prestaban atención a mí presencia. Parecían tener la actitud de “todos son iguales” respecto a quienes no tenían sangre mongol. Ellos habían visto una gran cantidad de personas de ojos azules provenientes del norte de su región y probablemente pensaban que era uno de ellos. Este anonimato me daba la libertad que había estado esperando para ir a donde quisiese.

Nos detuvimos por un día en Bamián y pasé la mayor parte del tiempo bajo la estatua del gran Buda, la que yo siempre había admirado en fotografías. Era verdaderamente inmensa. La imaginé pintada y cubierta con las láminas de oro que alguna vez la ornamentaron. Imaginé su cara original, la que había sido destruida hacia siglos por monarcas musulmanes iconoclastas quienes conquistaron esta región mil años atrás. Estoy seguro que habría sido un rostro calmo y compasivo que me habría invitado a buscar paz y serenidad dentro de mí.

Commander Turan Sayid Akbar

Desde Bamián recorrimos la ruta rumbo a Naiak. Viajamos a través de valles anchos y bellos, surcados por ríos y pequeños cursos de agua. Estos valles eran tan idílicos y el clima al mediodía resultaba ser tan templado que en ocasiones me olvidaba que estábamos en zona de guerra, y que el peligro podía presentarse en cualquier momento. Por todos lados había granjeros con bueyes, trillando el trigo, girando sobre los tallos y aplastándolos para separar el grano de la paja. A cuatro mil pies de altura el trigo se cosecha bien entrado el otoño.

Después de algunos días de viaje intenso, insistí en detenernos en alguna de las encantadoras piletas formadas entre las rocas para zambullirme y bañarme en ellas. Siempre teniendo en mente nuestro juego de tomurgh, esta era mi oportunidad, pensé, para engañar a Mohammed Ali. Yo colgué mi camisa larga de la rama de un árbol con una pequeña piedra metida en el bolsillo. Con el hueso de la rótula de cordero sostenido firmemente bajo mi lengua, me sumergí en el agua fría llevando puesto solo un pantalón afgano holgado y sin bolsillos. Mohammed Ali me miró con suspicacia al advertir la camisa y me llamó:

-Sikandar ¿cómo está el agua?

Estalló en carcajadas cuando le respondí, comiéndome las palabras:

- ¡Está de maravillas!

Riendo junto a los otros me dijo:

-Casi me atrapaste ¡Tramposo!

Durante unos pocos meses más jugamos este juego, pero aparte del hecho de volvernos locos, nunca tuvo una resolución.

Mohammed Ali podía ser tan serio como divertido. Él tenía cierta formación en teología y era un patriota acérrimo que a menudo ensalzaba el coraje y el sacrificio de los mártires afganos de la guerra. Hablaba respecto a la mentalidad magnánima que necesitaban los afganos a efectos de derrotar a los invasores soviéticos y a los “comunistas sin Dios” que se habían apoderado de su país. Era mucho más curioso que el resto de mis compañeros acerca de mis antecedentes y mi vida personal y a menudo me preguntaba sobre mi vida en Estados Unidos. Yo sabía que existían límites respecto a lo que podía explicarle sobre la atmósfera cultural radicalmente diferente en la que yo crecí. Había mucho de la forma en que fui educado que me sirvió de sustento durante los años en Afganistán, pero solo podía compartir una pequeña parte de esto con mis amigos afganos.

Fui criado en una familia políticamente liberal con simpatías por los Demócratas, y crecí entre Tahití y California. Mi infancia en Tahití fue inusual y alimentó mi profundo amor por la naturaleza y mi confianza innata en los demás. El crecer con gente de la Polinesia me hizo sentir cómodo con la naturaleza y formando parte de la misma. Cuando éramos niños, corríamos todo el tiempo semidesnudos o nadábamos o jugábamos en la playa y en los ríos y bosques. Tahití era el lugar donde la infancia inocente era saludada por la inocencia de una cultura sencilla y feliz que parecía aceptarlo todo. La prístina belleza natural de Tahití me proporcionaba conocimiento respecto a mi propia existencia, y seguridad acerca de la coherencia de la vida en si misma. Percibía esta coherencia en la miríada de signos de la naturaleza, en las capas de los rayos del sol refractadas que se entrecruzaban en los lagos color turquesa, reflejadas en brillantes conchas marinas y en la arena. Olía el aroma de la tierra que emanaba del suelo, esparciéndose en el aire húmedo perfumado por las flores y la vegetación. Escuchaba su voz en el canto de los pájaros que se derramaba dulcemente por los árboles tropicales de Tahití y en los susurros y estruendos que el viento hacía en sus ramas. Pero lo que especialmente me atrajo fue la belleza de las criaturas del lago, en cuyas espléndidas formas y diseños multicolores contemplé la perfección en sí misma. El suyo era un mundo líquido lleno de lucha y juego, de simbiosis y supervivencia. Nunca me cansaba de ver las incontables variedades de estos peces de arrecifes. Sus colores sorprendentes los hacían más visibles mientras daban vueltas y giraban con gracia alrededor de los arrecifes de coral buscando comida o paseándose ante otros miembros de su especie, en elaboradas exhibiciones de cortejo. Todo esto me impactó como una poderosa comunicación, de un lirismo visual sorprendente. Y sentía que como fondo de estas escenas subacuáticas había una presencia tangible, un silencio conciente que impregnaba el lago. Iba a bucear todos los días y explorar este mundo que de inmediato me hizo sentir como parte de él mismo. Estas percepciones diarias de la naturaleza se vieron reflejadas en mi imaginación y en mis sueños. La obvia perfección de este mundo me hacía sentir lo acertado de mi propia naturaleza.

En marcado contraste con mi infancia en Tahití, pensé que los afganos parecían incómodos en relación con su naturaleza terrenal. “Se les ha enseñado a sublimar sus instintos” reflexioné cuando tuve que considerar el tema de la burqa (el velo de cabeza a los pies que llevan las mujeres fuera de su casa) o la forma en que los hombres mantienen su cuerpo totalmente cubierto aún con calor. En Afganistán, recordé los reajustes que tuve que hacer cuando mi familia se mudó a la Bahía de San Francisco en 1964, cuando con trece años de edad estaba en plena etapa de formación. Me impactó un entorno más ordenado pero menos armonioso. Mis sensibilidades de la infancia tuvieron que dar lugar a las normas de una nueva cultura. De repente estaba en una sociedad preocupada consigo misma, y con los muchos cambios ocurridos en los años ´60. Crecí luchando por entender el significado de la vida durante la era de Vietnam, llena de conflictos.

La Tahití no desarrollada de mis primeros años poseía una belleza que siempre había estado en el centro de mi experiencia. Cuando era un niño sentía profundamente que Dios estaba presente en toda la belleza a mí alrededor. El hecho que hubiera sido bautizado como católico en verdad no parecía contradecir mi visión del mundo con ojos infantiles, gracias a las actitudes indulgentes y de mentalidad abierta de mi familia. Mis padres aunque privadamente religiosos, no iban a la iglesia y nunca hablaron insistentemente acerca del pecado y el infierno. En Tahití, montaba mi bicicleta rumbo a varias iglesias cercanas a nuestra casa en Punaauia, para disfrutar la misa que era celebrada en gran parte por medio de los cantos de la congregación. Ellos cantaban los himenes, la pronunciación polinesia de los “himnos” en una forma tan gloriosa y alegre que algunas veces me hacía derramar lágrimas. No fue hasta que tuve 10 años, o un poco más, que por primera vez escuché acerca del “pecado original” y la idea que Dios había venido a la tierra en forma de hombre para ser sacrificado por nuestros pecados. Como adolescente en una escuela secundaria católica, luché contra esas doctrinas del Cristianismo por que las encontraba alienantes y difíciles de reconciliar con mi espiritualidad innata. La autenticidad evidente que la naturaleza exhibía era para mí la mas clara revelación divina, la implacable piedra de toque con que evaluar las doctrinas humanas y el culto religioso. Me daba cuenta que algunos de mis amigos católicos se comportaban de forma artificial, especialmente alrededor de padres y clérigos. En verdad parecía que concurrir a la iglesia estaba relacionado con el desarrollo de una personalidad religiosa que no coincidía con la naturaleza humana. La hipocresía era el resultado de los intentos de la gente por negar o suprimir su naturaleza humana.

En Afganistán sentí que estaba viendo la misma dinámica en la cultura islámica, el desarrollo de personas con mentalidad religiosa, que niegan la naturaleza humana, y con la hipocresía como resultado. Tanto el Cristianismo como el Islam proceden de la misma fuente semítica. Ambos parecían tener como base la negación del mundo y la visión de un más allá eterno que requería trascender el propio apego a un mundo “impuro”. Por una parte todavía me guiaba la espiritualidad que contemplaba en la naturaleza y en el universo a mí alrededor. Por otro lado estaba atraído por una religión arcaica que incluso tenía más reglas a seguir que el Catolicismo de mi juventud.

Pensé: ¿Cómo es qué me atrajo tanto el Islam? Recuerdo mi primera lectura del Corán en mi adolescencia. Me impresionó la belleza de muchos de sus versos, pero me sentí desalentado por otros pasajes que presentaban el mismo Dios antropomórfico y vengativo que me había alejado como cristiano. Me sorprendió el hecho de volver al Corán en repetidas oportunidades, a pesar de esos sentimientos. Me recordaba a mí mismo que era parte de mi investigación, parte de la necesidad de saber todo acerca de la gente con la que estaba trabajando. Pero en realidad, me atraía la belleza innegable en la revelación, en particular a medida que aprendía el árabe lo suficiente como para entenderlo y escucharlo en su idioma original. Cuando por primera vez estudié Sufismo en los años 70, había aprendido un número de versos traducidos del Corán, versos que estaban en el núcleo de su mensaje espiritual. Estos aún eran los pasajes que más me atraían.

“A Allah pertenece tanto el oriente como el occidente, y dondequiera que dirijáis vuestros rostros, allí está el de Allah.”.5

“Allah es la luz de los cielos y de la tierra. El ejemplo de su luz es como una lámpara dentro de un nicho. La lámpara está dentro de un cristal, como una estrella resplandeciente. Es alimentada por el aceite de un olivo bendito, ni de Oriente ni de Occidente; su mismo aceite alumbra sin el efecto de ningún fuego. ¡Luz sobre luz!”6

Luché contra otros pasajes acerca del infierno y del castigo, y con versículos que me parecían relacionados con la arcaica organización de la sociedad del desierto donde el Profeta Muhammad había crecido. Una particular interpretación de carácter estricto por parte de varias de las organizaciones islámicas fanáticas del Afganistán de esos versículos era la que causaba tal opresión y sufrimiento. Esto aún cuando cada capítulo del Corán comienza con los nombres de Dios Rahman y Rahim, que significan el “Compasivo” y el “Misericordioso”. De alguna manera, la tensión deshumanizante de la guerra había debilitado el mensaje amplio y claro del Islam de clemencia, justicia, y humanidad.

Me pregunté, y no por primera vez, donde estaba yendo con todo esto. ¿Cómo podía considerar la posibilidad de convertirme al Islam mientras aún era tan ambivalente? Me pregunté como sería capaz de atenerme a la Sharia, el código islámico de conducta, después de vivir durante décadas una vida secular en Occidente y sin mucha convicción acerca del valor redentor de las reglas.

No fue hasta años más tarde, tras mucho estudio y prácticas en el camino espiritual del Sufismo, que comprendí que esta naturaleza exquisita y prístina que me había rodeado en la infancia podía ser captada como una fuerza espiritual dentro de mi propio corazón y mente. Solo entonces fui capaz de respetar la función, práctica, y misión de todas las religiones. Veía que todas ellas estaban comprometidas en la tarea de refinar la mirada interior por medio de la devoción y la entrega desinteresada, a los efectos de permitir ser testigo de esta belleza sin par. Entonces, después de décadas de observar y finalmente comprender la desorganización y el egoísmo dentro de mí y de otros, fue que acepté el propósito de los mandatos religiosos y morales.

Mientras tanto, yo solo podía ser paciente con mis dudas y continuar estudiando persa y memorizando la poesía mientras recorríamos nuestro camino hacia las regiones remotas del norte de Afganistán. Después de dos semanas de caminar y cabalgar, y de muchas aventuras, descendimos en la cara norte de la cordillera del Turquestán entrando en el territorio de la provincia de Faryab. Viajando a través de bosques de nogales, rociados aquí y allá por la neblina de las cascadas, hicimos nuestro viaje al fondo del valle y hasta la ciudad de Gurziwan. Mis compañeros uzbecos comenzaron a cantar con emoción acerca de su amado Faryab. Me di cuenta lo mucho que todos anhelan volver a su hogar. Sus canciones tristes me hicieron recordar que yo no podía estar más lejos de mi propio hogar. No solo estaba a miles de millas de distancia, sino que sentía como si hubiese entrado a un mundo que se encontraba varios siglos atrás.

Nuestra primera parada oficial fue para ver al famoso comandante local, Turan Sayid Akbar. Él era un líder Tajik, un hombre de piel arrugada, perteneciente a Jamiat Islami. Turan Sayid nos saludó amistosamente y nos ofreció un día de maravillosa hospitalidad, antes de dar a conocer su preocupación respecto a recientes eventos ocurridos en el área. Su territorio estaba siendo sitiado por el Comandante Nasim de Hesbi Islami. Este último era un uzbeco que operaba desde la gran ciudad de Darzab, pasando la siguiente montaña. Las luchas recientes habían sido feroces y la gente estaba siendo abatida por francotiradores situados en las colinas. Quedé desolado cuando Mohammed Ali, después de este encuentro, anunció que no podíamos continuar por la ruta prevista por el peligro que representaba Hesbi Islami.

- Sikandar, tenemos que regresar. Es demasiado peligroso. Puedes ser capturado o asesinado y también es peligroso para mí a causa de mi familia- . Mohammed Ali se estaba refiriendo a la influencia de su famoso hermano, el poeta Abdul Ahad Tarshi. Este último era una voz uzbeca en la organización mayoritariamente tajik Jamiat Islami. Él había criticado con dureza a los comandantes del norte involucrados en la guerra interétnica. En este viaje observé más lucha entre grupos rivales de mujahidines que contra los marxistas. Una vez más, parecía que la hipocresía mostraba su cara tortuosa, esta vez respecto al poder. Mientras el mito popular era el de una jihad noble contra el régimen sin Dios, a menudo, la realidad de la guerra en Afganistán era la de una lucha interétnica, y la toma del poder por parte de individuos violentos.

Permanecimos en Gurziwan por algunos días. La familia de Mohammed Ali vivía allí, así que pasamos la mayor parte del tiempo visitándoles. Recuperamos el sueño y además comimos bien. Aunque esto era bastante placentero, estaba molesto por la perspectiva de tener que regresar y también me sentía un tanto engañado. Parecía que nuestro viaje hacia el norte había sido orquestado, en parte, para permitir a Mohammed Ali y sus parientes, Asadullah y Abdul Hayy, el poder visitar su hogar. Los planes de nuestra Fundación comprendían el hacer un gran viaje con una trayectoria circular que habría incluido encuentros con muchas de las comunidades que a lo largo del norte estaban en estado de necesidad, a los efectos de evaluar como compartir los fondos que habíamos dejado en custodia con el Comandante Nurullah. Argumenté, sin éxito, que deberíamos continuar y encontrar un lugar de paso más allá de la zona de peligro. Mohammed Ali era inflexible respecto a que no podíamos continuar nuestra marcha. Tras varios días de esta guisa, anuncié tercamente que yo continuaba mi marcha por mi cuenta.

Children of Gurziwan

A village near Gurziwan

- ¡Sikandar, serás asesinado! No seas loco. ¡No sabes lo que estas personas harán contigo! – Me advirtió Mohammed Ali.

Intenté persuadirle: - Mohammed Ali, debemos ir. ¡No hemos hecho todo este camino sólo para dar la vuelta! Soy responsable frente a organizaciones que nos han confiado su dinero. Si tú no vas, entonces yo debo ir.

-¡Sikandar! No hagas esto. No seré capaz de ayudarte si eres capturado.

- Estoy decidido. Seguiré adelante, cualquiera sea lo que suceda -respondí

Después de un par de días de confusión, otra vez Abdul Hayy se puso de mi parte durante otro encuentro en que no nos poníamos de acuerdo.

- Seguiré adelante con Sikandar. No puedo dejar que se vaya solo. - Él era mucho más joven y menos poderoso que Mohammed Ali, pero tenía coraje. Asimismo poseía una fuerte conciencia. Con mucho gusto acepté su compañía. Mohammed Ali se refugió en un malhumor silencioso hasta el día de nuestra partida. Ese día hicimos las paces y acordamos vernos más tarde, en Teri Mangal en la frontera afgana.

Abdul Hayy y yo dejamos la seguridad de Gurziwan e hicimos nuestro camino a caballo ascendiendo hacia las montañas del norte. En la fría mañana de nuestra partida, un pensamiento vino a mi mente: que podía estar cabalgando hacia mi propia muerte. Abdul Hayy parecía moverse en forma lenta a medida que nuestros caballos luchaban con la senda empinada que serpenteaba entre las estribaciones. Cuando alcanzamos el pico de la montaña, por la tarde, él estaba con fiebre. Comencé a preocuparme cuando sus fuerzas le fallaron. Apenas era capaz de sentarse derecho en la montura mientras descendíamos por la ladera norte; cabalgamos hacia la morada humilde de un granjero junto a un arroyo abajo en el valle. Abdul Hayy habló unos pocos minutos con el granjero, un hombre maravillosamente simple quien de inmediato nos acogió. Su familia nos proporcionó té y una comida escasa. Llegué a la conclusión que Abdul Hayy sufría de malaria, enfermedad sumamente extendida en gran parte de Afganistán. Así que comencé a suministrarle la medicina contra la malaria que llevaba conmigo.

Con la comida y un buen descanso nocturno, el siguiente día, fuimos capaz de continuar a Belcheragh. Abdul Hayy estaba débil pero era capaz de viajar con lentitud. Arribamos al centro de la ciudad. Allí hubo un tumulto y de inmediato fuimos rodeados por al menos dos docenas de guerreros portando AK-47 y mirándonos con dureza. Después de conducirnos adentro de su cuartel, nos interrogaron, en forma amenazante, con un fuerte acento persa en su voz. Los reconocí como turcomanos por sus rasgos faciales mongoles y por sus vestimentas. Ellos eran rígidos y reservados cuando hablaban con nosotros. Ya había decidido aceptar cualquier cosa que pudiera acontecerme con tal de llevar a cabo mi misión. Cuando expliqué que era un extranjero, pude ver que un par de ellos se encolerizaron. Ese fue un momento difícil.

Abdul Hayy on left of Turkoman fighters

– Nobles combatientes. Gracias por darnos la bienvenida. ¡Que tengáis larga vida! Acabo de venir de Turquía, donde me encontré con mi amigo Abdul Karim Makhdum.

Al decir esto todos me miraron más atentamente.

De inmediato su Comandante, llamado Juma, me preguntó:

- ¿Tú has visto a Abdul Karim Makhdum?

– Sí, hace apenas un par de meses atrás lo visité en su casa cercana a Tokat, una casa que recientemente edificó- y agregué muchos otros detalles respecto a él y su vida actual. Abdul Hayy miró a los combatientes quienes ahora tenían caras rebosantes de alegría y se dio la vuelta hacia mí mostrando una sorpresa total. Él sonreía mientras yo continuaba hablando de Abdul Karim. Expliqué que me había encontrado con el famoso líder turcomano exiliado en 1985 cuando viajé a través de Turquía. Nuestra fundación había ayudado a su gente allí, algunos de ellos parientes de los combatientes que ahora estaban sentados con nosotros, mediante la introducción de proyectos generadores de pequeños ingresos. Allí, y durante algunos años, habíamos gestionado un proyecto para coser chaquetas de cuero y otro proyecto para tejer alfombras.

Abdul Karim no había visitado Afganistán, el país de su nacimiento, desde hacía años, y los guerreros turcomanos sentados ante nosotros conocían solo lo que escuchaban de visitantes ocasionales. Sus sospechas dieron paso a la alegría por encontrarme y esto condujo al festejo. Pasamos la mayor parte de esa noche disfrutando de la mutua compañía. Al final, muy avanzada la noche, arme mi tienda de campaña dentro de la gran casa de adobe. Solo me tomó cinco minutos armar mi carpa, y la velocidad de esto los sorprendió. Cada hombre quería tener la oportunidad de sentarse conmigo dentro de mi carpa. De repente algunos de los más duros combatientes de la región se estaban comportando como niños felices. Sabía que mi camino había sido abierto por la divina providencia.

The proud, fierce Turkoman of Belcheragh

Al día siguiente, el Comandante Juma nos acompaño rumbo a Darzab para presentarme al Comandante de Hesbi Islami en la región: el “ingeniero” Nasim (con frecuencia en Afganistán las personas importantes se les llama por títulos tales como “doctor” e “ingeniero” sin tener en cuenta si realmente se han graduado en tales profesiones). El comandante Nasim no estaba allí, él había ido a combatir. Con tristeza y para mis adentros dije: probablemente contra mi nuevo amigo uzbeco Turan Sayid. El hermano del Comandante Nasim, Ustad Rahimi, nos ofreció una bienvenida cálida. Le entregué la carta de presentación escrita por Asif, el Comandante de Wardak. Ustad Rahimi la leyó, levantó la mirada y me pidió que relatara mi viaje y que explicara las razones por las cuales había venido al norte de Afganistán. Después de consultar con sus asesores, él aceptó mi plan de ayuda para los refugiados y desplazados internos de la región.

Mientras me preparaba para dormir en los alojamientos reservados para huéspedes del cuartel, recordé las historias que había escuchado respecto de la gente de Darzab: que ofrecían hospitalidad y alojamiento con presteza, y cuando tú estabas totalmente dormido, alguien te aplastaba la cabeza con una pesada piedra. Habiendo conseguido, durante este viaje, conocerme mejor a mí mismo, estaba sorprendido al descubrir que no me dejaba influenciar con facilidad por las amenazas de violencia, o incluso, como en este caso, por relatos que hasta podían ser verdaderos. Volvía la mirada hacia mi conciencia a efectos de examinar cuidadosamente este coraje, y concluí que, de hecho, no poseía la valentía acerca de la cual había leído o escuchado, es decir la valentía del mito. En lugar de eso encontré que había redescubierto una clase de confianza profunda en la rectitud de las cosas. En verdad esa era una confianza en que las cosas necesitan ser lo que son, y esto también incluía mi propia vida y mi futuro. Supongo que me di cuenta de que era un fatalista, pero en el sentido más optimista de la palabra. Esa noche caí en un sueño profundo con facilidad.

Cuando nos encontramos a la mañana siguiente, Ustad Rahimi me preguntó cuanto tiempo planeaba permanecer en la zona. Al parecer se estaban dando bombardeos aéreos en zonas cercanas al cuartel general; él me preguntó si tenía interés en ser testigo de los mismos. Por supuesto estuve de acuerdo en acompañarle. Viajamos por el área mirando los resultados de los bombardeos recientes. Avanzado el día escuché el retumbar de explosiones distantes mientras examinaba el cielo. En lo alto, más allá del alcance de los misiles Stinger recientemente distribuidos por los norteamericanos, se divisaban los aviones. Poco después hubo más estruendos, esta vez más cerca. Al rato los aviones volaban hacia el norte, en dirección a la Unión Soviética.

Recuerdos >>