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The Spy of the Heart
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4. Recuerdos

Mehmet Serif no era la forma en que acostumbraba a deletrear o pronunciar su nombre el hombre amable, de mirada suave, que estaba enfrente de mí. Él nació y se crió en Afganistán con el nombre de Mohammad Sharif. Él había aceptado los cambios en su nombre, al igual que otros cientos de refugiados turcomanos afganos. Este fue uno de los muchos cambios que los refugiados tuvieron que aprender a aceptar mientras se ajustaban a la comunidad que ahora llamaban su hogar, en el centro de Turquía. Fue mi buena suerte la que me llevó a encontrar allí a Mohammad Sharif y al poderoso líder turcomano Abdul Karim Makhdum. De no ser por esta conexión con Abdul Karim sus seguidores, los combatientes turcomanos del norte de Afganistán, en lugar de ofrecerme hospitalidad y ayuda me habrían asesinado o encarcelado. Así es como las cosas funcionan en esta parte del mundo.

Ya tenía amigos provenientes de la diáspora afgana que vivían en los Estados Unidos. El viaje a Turquía en 1985 fue mi primera visita a los refugiados afganos reubicados dentro del mundo islámico. Para entonces los afganos eran numéricamente el grupo de refugiados más numeroso en el mundo, aproximadamente cinco o seis millones, la mayoría en Pakistán e Irán. Un número mucho más pequeño de refugiados fueron albergados en Turquía. Cuando viajé a ese país aún no había pensado en ir a Afganistán, en especial por la carnicería que allí estaba produciendo la ocupación soviética.

Mientras planeaba esta vacación en Turquía, había escuchado respecto a una pequeña población de refugiados provenientes del norte de Afganistán. Esto despertó mi curiosidad pues yo ya había contribuido con una organización caritativa destinada al apoyo de los refugiados afganos. Admiraba su historia y cultura tan ricas y tenía empatía con ellos. Estaba mejor informado que la mayoría de la gente respecto a Asia Central pues durante años había sido un estudiante de la literatura Sufi, en particular de Jalaluddin Rumi. Rumi era un afgano originario de la región de Balkh, al norte del país, y ahora se había convertido en uno de los poetas más leídos en el mundo. Traducciones inglesas y francesas de su poesía mística me habían inspirado a estudiar el persa clásico, a los efectos de poder apreciarlo mejor.

Mohammad Sharif on left

Cuando por primera vez me encontré con Mohammad Sharif en Tokat, yo solo tenía un dominio rudimentario del idioma persa. Por fortuna su inglés de principiante era mejor para entablar un diálogo que mi persa, y así fuimos capaces de comunicarnos. Ninguno de los otros refugiados turcomanos hablaba un lenguaje europeo. Aquellos pocos días que pasé con Mohammad fueron la base de una amistad gratificante que dio origen a un proyecto que generó pequeños ingresos en favor de los refugiados de su comunidad.

Nos encontramos con los refugiados turcomanos en Tokat y en algunas de las poblaciones cercanas. El gobierno turco había provisto a los refugiados con simples bloques de departamentos situados en pequeñas ciudades y pueblos, del centro de Turquía. Los turcomanos habían amueblado estos espacios monótonos con sus alfombras coloridas y tapices colgantes. Nos sentamos en cómodos almohadones, alineados a lo largo de las paredes. Pasamos horas interminables bebiendo te verde azucarado y comiendo pequeños pasteles y otros dulces mientras nos contábamos unos a otros acerca de nuestras vidas. La gente que nos encontramos era amable y cálida. Las mujeres, vestidas con telas brillantes, interactuaban discretamente en el fondo, escuchando como los hombres entablaban conversación con nosotros. Traían té y comida y alimentaban la estufa de carbón que mantenía a raya el viento frío de marzo. Sus niños eran llamativamente silenciosos y tenían buen comportamiento. Los más osados entraban a hurtadillas y se colocaban cerca de mí para tener una mejor vista de este extranjero pálido y de ojos azules. Mis anfitriones turcomanos podían ver que estaba encantado por las gracias de sus adorables niños.

Turkoman refugees

Alentaron a sus niños: “Vayan y siéntense con kaakaa, su tío”. Los más audaces vinieron encima de mí y ofrecieron sus cabezas para que las besase. Algunos de ellos sonreían y otros reían, sintiéndose felices mientras se aproximaban a mí con timidez. Pensé cuan maravilloso era que todos hubieran sido criados de modo tal que, ellos mismos se considerasen lo suficientemente queridos como para que aún un extraño deseara besar sus cabezas.

Partí después de estos pocos días mágicos de familiarizarme con los refugiados, llevándome tres alfombras pequeñas y hechas a mano que me pidieron que las vendiera en los Estados Unidos a beneficio de ellos. Los primeros encuentros con ellos me dejaron una impresión positiva. Estos refugiados turcomanos incultos tenían una cierta presencia, una luminosidad del corazón que brillaba en sus ojos. Poseían una fuerza de carácter que trascendía la miseria y sufrimiento que experimentaran producto de la guerra que asolaba su país natal.

A Turkoman refugee elder of Tokat

A mi retorno a los Estados Unidos, vendí sus alfombras y les envíe el dinero, pensando que solo era un pequeño favor. Al mes, había un aviso de envío de mercancías en mi apartado de correos. Para mi sorpresa, se trataba de un paquete con una docena de alfombras para que las vendiera. ¿En qué me estaba metiendo? Yo era un carpintero profesional, no un vendedor de alfombras. Pero yo quería ayudarlos. Tenía cálidos recuerdos de su dignidad y hospitalidad, y también de sus necesidades.

Carecía totalmente de experiencia en esos temas, así que busqué consejo y telefoneé a mi amigo adinerado y poseedor de sentido común, Sam Barakat. Sam era el hijo estadounidense de un padre palestino y una madre norteamericana. Había conocido a Sam a los veintitantos, y compartíamos un interés por las culturas del Oriente Medio. Sam me dijo que si en verdad quería ayudar en una forma profesional a los refugiados turcomanos, sería mejor que estableciésemos una pequeña organización sin fines de lucro. Nosotros fundamos la Afghan Cultural Assistance Foundation (Fundación de Asistencia Cultural Afgana) y en los siguientes cinco años, Sam fue de una enorme ayuda, tanto moral como financieramente, para poner en marcha y gestionar los proyectos de la fundación. Su apoyo me dio la confianza para ampliar nuestros pequeños comienzos. Antes de que me diera cuenta, estábamos administrando un proyecto de generación de ingresos que permitió a los refugiados turcomanos producir docenas de alfombras, así como también chaquetas de cuero, provenientes de sus talleres domésticos ubicados en el centro de Turquía. Estos se convirtieron en los modelos para los proyectos de generación de ingresos que más tarde comenzamos en los campos de refugiados en Pakistán.

A mediados de los años 80, viajaba a Turquía dos o tres veces al año para comprobar nuestros proyectos. Desde el principio tuve que lidiar con la complejidad de establecer y mantener niveles de calidad – quizás el mayor problema de todos nuestros proyectos. Habíamos garantizado la compra de los artículos por adelantado –antes de su fabricación- a los efectos de proveer a los refugiados del ingreso necesario. Sin embargo, los refugiados estaban acostumbrados en Afganistán a un sistema completamente diferente. Allí tenían que producir algo de alta calidad a los efectos de vendérselo a los comerciantes en el competitivo mercado afgano. Nuestros proyectos estaban en desventaja comercial, pues los salarios estaban garantizados sin importar la calidad del trabajo y en general el producto también contenía materiales de una calidad inferior. Esto hacía que a menudo los productos de los refugiados fueran menos aptos para su comercialización. Durante aquellos años viaje con Mohammad Shariff a los talleres ubicados en los hogares de los refugiados para verificar su trabajo y alentarlos a mejorar la calidad.

En 1986, durante mi segunda visita, Mohammad me dijo que Abdul Karim Makhdum, un famoso líder del pueblo turcomano, quería verme. Estaba feliz ante la posibilidad de encontrarme con él pues yo ya había leído algo respecto a este jefe tribal. Aparentemente él había hecho todo lo posible, en los primeros años de la guerra, para negociar con los líderes comunistas de Afganistán, a efectos de intentar reducir el derramamiento de sangre; se fue al exilio a principios de los años 80. Cuando lo encontré, estaba instalado confortablemente en Turquía central, pero lamentaba la perdida de su tierra natal.

   

Exiled Turkoman leader, Abdul Karim Makhdum

Durante nuestro primer encuentro Mohammad tradujo sus palabras en un duro acento y en un inglés cortado:

- Abdul Karim Makhdum quiere agradecerte. Él quiere agradecer mucho por tu ayuda al pueblo turcomano. Tú no sabiendo cuanto ha sufrido nuestra gente. Ellos sufren mucho con los comunistas en Afganistán. Ellos son buenos musulmanes, buenos musulmanes. Ellos no comportarse como los comunistas.

Abdul Karim, un hombre maduro con una apariencia muy noble, que lucía con elegancia una perilla y vestía un elegante traje y corbata, me miró con emoción mientras Mohammad traducía sus palabras.

-Nosotros venir Turquía. Turquía recibirnos. Los turcos nuestros hermanos. Casi tener el mismo idioma. Ellos nos ayudan mucho. Ellos nos ayudan, pero Turquía no Afganistán. No lo mismo. Nosotros agradeciéndoles pero aquí no lo mismo.

Al escuchar, en un inglés cortado, la traducción de las palabras de este noble líder reflexioné acerca de las ironías de la historia. Los turcomanos en el pasado fueron un poderoso grupo tribal, que apenas un siglo atrás había infundido temor en los pueblos del norte de Afganistán, por las incursiones despiadadas que llevaban a cabo. Ahora estaban reducidos a las limosnas que les daba el gobierno turco. En la primera mitad del siglo veinte, las tribus fueron pacificadas y asimiladas en Afganistán, pero sus acciones del pasado no habían sido totalmente olvidadas.

Abdul Karim me mostró algunas alfombras verdaderamente hermosas que había encargado a algunas de las tejedoras turcomanas reubicadas. Los turcomanos son famosos por sus tejidos intrincados, los cuales están entre los más refinados del mundo. Las pequeñas alfombras que me mostró estaban tejidas ajustadamente con diseños geométricos repetitivos, perfectamente ejecutados, que eran símbolos de diferentes sub tribus turcomanas. Cuando Abdul Karim me pidió opinión respecto a la comercialización de las alfombras, le hablé acerca de las dificultades que habíamos encontrado mientras introducíamos en gran escala alfombras afganas en los Estados Unidos. Los compradores norteamericanos rara vez se sienten atraídos por el color rojo brillante de estas piezas tradicionales.

Hacia 1987, aunque la competencia era dura, habíamos vendido con éxito algunos de los mismos diseños de alfombras en colores más suaves. Los tejedores de Pakistán y la India ya eran pioneros en el uso de colores más suaves y dominaban el mercado mundial. Le expliqué todo esto a Abduk Karim, quién de alguna manera se sorprendió por mí descripción del mercado norteamericano. Le resultaba extraño que la gente intentara que una alfombra, una pieza de arte en sí misma, hiciera “juego” con los muebles o el color de una habitación. Los orientales más sofisticados valoraban una alfombra por la maestría de su diseño y confección, así como por su autenticidad. Pero era necesario emplear un gran número de refugiados y los criterios de mercado se impusieron. Abdul Karim aceptó mi opinión de que debían hacerse algunos cambios en los colores y diseños de las alfombras, al menos provisonalmente, a los efectos de alimentar a su pueblo.

A finales de 1987, Mohammad Sharif y yo hicimos un viaje de Tokat a Konya, una ciudad famosa por albergar la tumba de Rumi. Quería ver si las tiendas de alfombras en Konia estarían dispuestas a vender algunas de las alfombras hechas por los refugiados turcomanos. El mercado turco de alfombras siempre ha sido bastante competitivo e innovador. Esperaba ser capaz de presentar algo fuera de lo común a un par de comerciantes de alfombras que conocía en Konya. En el camino, le pregunté a Mohammad si había estado alguna vez en la tumba de Rumi, el poeta Sufi.

Dijo Mohammad: -No Sikandar, aún no ido. Por mucho tiempo quise hacer el peregrinaje. Maulana Balkhi es nombre nosotros usamos para Rumi. El nació en Balkh, una ciudad afgana. Está cerca de mi viejo hogar, Mazar-i Sharif. Cuando él se mudó a esta parte de mundo, también tomó nombre Rumi. ¿Tú queriendo ver tumba? (sic).

Respondí: -Sí, quiero ver la tumba otra vez, Mohammad. La visité el año pasado, y eso ciertamente fue una experiencia extraordinaria. Verdaderamente su tumba tiene una presencia inusual de lo sagrado y da una sensación de paz. Nunca he sentido algo igual a eso.

Para esa época podía hablar en gran medida en persa con Mohammad. Con cada visita a Turquía, nuestra capacidad para la conversación mejoraba, cada uno de nosotros avanzaba a grandes pasos en nuestros estudios linguísticos.

Mohammad dijo: -Él era un hombre grandioso. Fue un santo Sufi y su libro Masnavi es profundo, muy profundo.

Mientras conducíamos por la ruta, Mohammad de vez en cuando miraba su reloj. Me pidió que cuando fuera el tiempo de decir sus plegarias nos detuviéramos en una mezquita situada en algún lugar conveniente. Los Turcomanos, como la mayoría de la gente en Afganistán, eran sunitas de la rama Hanafi, de la misma escuela islámica que la mayoría de los musulmanes turcos. Mohammad podía entrar en cualquier mezquita y realizar los mismos rituales de devoción que había aprendido en su tierra natal cuando era niño.

Llegamos a Konya alrededor del mediodía. Al igual que los suburbios de la mayoría de las ciudades turcas, Konya está edificada en base a edificios de bloques de apartamentos, enormes y carentes de atractivo. Conduciendo, nos internamos por la parte vieja de la ciudad, que tiene más encanto, y encontramos un hotel cercano a la tumba de Rumi.

Rumi's tomb in Konya

La cúpula color turquesa de la tumba puede ser vista desde lejos. Su forma inusual es algo así como un cilindro vertical dividido por aristas en el mismo sentido, y coronado por un techo con forma de cono, y todo eso cubierto de azulejos color turquesa. Entramos en el interior sosegado y oscuro de la tumba y permanecimos quietos por un momento mientras nuestros ojos se ajustaban a la luz débil. Pronto pudimos distinguir en las paredes varios paneles de una caligrafía hermosa. De pronto pude ver un poema que me era familiar, uno erróneamente atribuido a Rumi, pero que no obstante captura el misticismo generoso del gran poeta.

Comenzaba con: Baaz Aah, baaz aah, har anchih hasti, baaz aah. . .

¡Ven, ven! ¡Cualquiera que tú seas, ven!

¡Ven! Tanto infiel, mago, o adorador de ídolos.

Nuestra corte no es un lugar de infelicidad, así que aunque

hayas quebrantado tus juramentos cientos de veces, ¡ven!

Con certeza el poema reflejaba el temperamento y enseñanza de Rumi. En su época fue criticado por dejar concurrir a sus reuniones públicas piadosas a todos sin excepción. En las mismas usaba música, a veces incluso la música popular de su tiempo. Algunas de las autoridades religiosas denunciaban el carácter extático de estas asambleas.

Rumi se hizo conocido como el maestro del amor. Él habló del amor de Dios por Su creación y la salvación hecha posible por medio del amor de Dios en este mundo. En su madurez Rumi, después de una carrera convencional como imam, se convirtió en un místico extático. De repente, perdió la sobriedad de las formas externas de piedad, para dar lugar a la fuerza del amor que inundaba su corazón. Comenzó a exhibir una conducta inusual, tal como danzar al ritmo de los martillazos de los orfebres en el bazar. De acuerdo a las biografías, estos cambios sucedieron cuando la propia identidad de Rumi se fusionó con la de su maestro, Shams de Tabriz. En medio de la intensidad de su amor espiritual por este místico enigmático, incluso escribió poesía en honor a Shams. La de Rumi quizás es la historia más famosa de cómo un maestro renombrado puede súbitamente convertirse en un estudiante y, a partir de una nueva inspiración, transformar las convenciones mundanas de ese tiempo. Después de su iluminación, Rumi tuvo un cambio fundamental de perspectiva. De él se decía que trataba a todos por igual: tanto a prostitutas y locos como a los ciudadanos más distinguidos de la capital cultural de su época.

La época en que vivió Rumi –siglo XII- fueron tiempos muy duros. Los mongoles invadieron toda el Asia Central y en forma sistemática y despiadada destrozaron los logros de más de quinientos años de civilización islámica. El propio Rumi fue un refugiado de esa catástrofe. Al principio del siglo XIII su padre lo sacó del norte de Afganistán, justo antes de que los mongoles destrozaran la región. Durante la mayor parte de la vida de Rumi, la lejana Konya, situada en el centro de Turquía, permaneció junto al borde de este conflicto. Hacia fines del siglo XIII Konya también sucumbió al poder mongol pero, a diferencia de gran parte del mundo islámico, no fue destrozada. En el siglo XIV los mongoles se habían convertido al Islam y se volvieron los guardianes del renacimiento Islámico.

Mohammad Sharif y yo recorrimos el camino en la edificación iluminada tenuemente, en dirección al santuario que rodea la tumba de Rumi; la misma se encuentra regiamente cubierta de tapices con caligrafía bordada. Las tumbas de sus herederos espirituales se amontonan a su alrededor, la de su hijo se encuentra al lado de la suya. Caminé hasta la puerta de plata que cierra el recinto y, como es tradicional en la práctica derviche, alcé mis manos en súplica. A menudo le gente viene aquí a pedir por la intercesión del santo en asuntos personales. Habitualmente los derviches no piden bienes materiales. En lugar de eso, pronuncian una plegaria por el alma del santo muerto y rezan por alcanzar una mayo intimidad espiritual con Dios. Permanecí en silencio por un tiempo, podía sentir la presencia especial que generaba la tumba, tal como la había sentido un año antes. ¿Acaso esta sensación solo estaba en mi imaginación? Quizás fuese la energía de las innumerables plegarias de derviches anónimos que se habían acumulado dentro de estos muros. ¿O en verdad eso que sentía provenía de la tumba del santo? No tenía dudas de que el sentimiento era verdadero. Era una sensación inconfundible de paz y profundidad espiritual. No era una emoción habitual ni una sensación común. Era una conciencia expandida, un testimonio sutil de una presencia espiritual o inmaterial en la tumba.

Los derviches cultivan su sensibilidad haqcia estos tipos de percepciones espirituales liberándose en primer lugar de sus hábitos mentales y experiencias emocionales. Esto se hace a través de prácticas de meditación y de devoción que generalmente involucran el concentrar la atención de uno mismo hacia el Absoluto, mientras se dejan ir todos los otros eventos que ocurren en la mente. Hay diversas prácticas para lograr este “vaciado de la casa de la auto-preocupación” pero todos ellas se basan en cultivar la propia atención, a efectos de retirarla suavemente de las preocupaciones habituales. Las formas específicas de sensaciones, pensamientos, y emociones se observan y luego se desligan de la propia atención, la cual entonces se encuentra libre para percibir la Fuente de las cosas. La Fuente de las cosas se percibe como el campo fundamental de la existencia de las cosas, y siempre está presente, tanto si la percibimos como si no.

Después de la muerte de Ustad Khalili, emprendí una práctica más regular de lo que me había aconsejado: el cultivo de la presencia con Dios. En el camino Sufi, esta práctica se denomina zikr, palabra cuya mejor traducción puede ser “recuerdo” o “invocación”. Los orígenes de la práctica del zikr se pueden encontrar en las revelaciones del Corán.

Dice Allah:

“acordaos de mí y yo me acordaré de vosotros.”

“cuyos corazones encuentran sosiego en el recuerdo de Allah.”

“quienes recuerdan a Allah de pie, sentados, y yaciendo sobre sus costados.”

Estos versículos abogan con claridad en favor de la práctica de devoción. Mientras me sumergía cada vez más en la metafísica del Sufismo, encontraba paralelos sorprendentes entre la práctica Sufi del “recuerdo” y la de los antiguos griegos y las ideas neoplatónicas acerca del recuerdo como una forma de “no olvido”. De acuerdo a este enfoque esta práctica no conduce a que uno adquiera una nueva capacidad o característica, en lugar de eso lo lleva a despojarse de aquellas actitudes basadas en el deseo y el miedo, que ocultan lo que cada uno de nosotros alguna vez conoció: la relación fundamental que tenemos con la Verdadera Realidad.

En las paredes del santuario de Rumi leí una clara referencia respecto a esta verdad, proveniente del prólogo de su obra maestra: el Mathnawi.

Har kasi ku dur maand az asl-i khwish,

baaz juyad ruzgaar-i wasl-i khwish.

Quienquiera que ha permanecido lejos de su origen

Busca una vez más los días de esa unión.

Para Rumi, esta es una reunión espiritual que sucede en el corazón, entendiendo esto como la conciencia interna de una persona. En el pensamiento islámico, al igual que en otras tradiciones espirituales, a menudo el corazón o la mente se comparan con un espejo. Explica Rumi en el Mathnavi:

¿Sabes por qué tu espejo no tiene reflejo?

Es por que no se ha limpiado el óxido de su superficie.

En otra parte del Masnavi él escribe:

Cada uno,mediante la capacidad de un corazón iluminado

es testigo del Misterio del espíritu hasta el limite del lustre que ha aplicado.

El Corán afirma que: “Lo que ellos han adquirido ha oscurecido sus corazones”

Los místicos musulmanes y los antiguos griegos concebían al corazón como el lugar donde se asentaba la conciencia. De acuerdo a los versículos coránicos, el yo es llevado hacia cualquier cosa que lo atraiga, a menudo hacia fuentes de placeres psicológicos y físicos. Lo que los versículos describen como adquirido se refiere al efecto oscurecedor de nuestra acumulación de experiencias del mundo sensorial. En lugar de experimentar las cosas del mundo como recordatorios de la gracia y poder de Dios, la mayoría de la gente se torna posesiva o temerosa de perder estas cosas.

Ustad Khalili me aconsejó que me dedicara a la práctica diaria del zikr para avivar mi sensitividad hacia la presencia de Dios. Me di cuenta de que esta sensibilidad aumentaba cuando me encontraba en ciertos lugares, tal como la tumba de Rumi. Después de la muerte de Khalili, continué mi búsqueda. Me encontré con otros sufis locales quienes me aceptaron como un buscador, y en ocasiones me enseñaron sus propias prácticas espirituales. En especial me atraía lo que había leído acerca de la fraternidad Naqshbandi. Los Naqshbandis son una de las ordenes sufis más difundidas. Me encontré por primera vez con seguidores de una rama de esta orden en Pakistán en el año 1987. Estos Naqshbandis pertenecientes al linaje Mujadiddi eran bastante activos en la vida espiritual y religiosa de Pakistán. Encontré algunos miembros de este grupo en la Universidad de Peshawar, allí estudiaban la vida de Shah Waliullah de Delhi (muerto en 1762), históricamente uno de los maestros más importantes de la orden. Algunos de estos estudiantes provenían de las aldeas vecinas donde la orden Naqshbandi había estado activa durante siglos. Sus miembros ponían énfasis en los rituales de devoción del Islam y eran seguidores estrictos de los muchos dichos y hábitos del Profeta Muhammad. Ellos eran gente acogedora que me dieron la bienvenida como un invitado en su comunidad. Pronto me aconsejaron que me convirtiera al Islam y siguiera el ejemplo y conducta del Profeta, tal como esta descrito en los registros históricos de su vida: la sunnah. Ellos seguían su ejemplo en el sentido más literal, incluso usando el miswak, una pequeña ramita, para limpiar sus dientes tal como el Profeta lo había hecho. Pregunté a uno de sus ancianos si el Profeta en el caso de vivir hoy en día no habría usado crema dental y cepillo. Le dije que admiraba la inclinación del Profeta por la higiene.

- Hay una bendición en seguir el ejemplo del Profeta, la paz sea con él, aún en las pequeñas cosas. Por eso es que lo usamos –explicó él.

Disfruté de la calidez de su compañía y de los valores que compartíamos. Pero también me sentí incómodo con las muestras incesantes de piedad que ocupaban nuestras conversaciones. Me parecía que la hipocresía siempre estaba al acecho, oculta entre las sombras de este tipo de posturas religiosas.

Tras observar a otros y a mí mismo, llegué a la conclusión de que el cultivo de una personalidad religiosa puede llevarte a repudiar otros aspectos de la experiencia personal y convertirte, en el marco de este proceso de negación, en una persona falsa o neurótica. En varias conversaciones con mis nuevos conocidos, quedó en evidencia que algunos de ellos en realidad estaban asustados de sus propios pensamientos y sentimientos. No resulta sorprendente, entonces, que esta actitud dé lugar a una enorme cantidad de pensamientos y sentimientos no deseados, los cuales ellos describían como “sugestiones satánicas” o “incitaciones del yo inferior”. Ellos hablaban de su lucha por distanciarse de su naturaleza humana básica. Este camino de auto rechazo parecía, como mínimo, ineficiente. O tal vez, una vez más, mi niñez en Tahití me apartaba de aquellas expresiones de espiritualidad que despreciaban la naturaleza humana.

Esta actitud me hizo pensar más acerca de mi propia cultura en los Estados Unidos, yo vivía en la Costa Oeste y allí la actitud era bastante materialista y hedonista. La espiritualidad no jugaba un papel importante en las vidas de mucha de la gente que allí conocía. En lugar de eso muchos de mis conocidos estaban afectados por una apatía existencial y una confusión respecto al significado de la vida. Yo estaba agradecido de haber sentido siempre alguna dosis de mi propia espiritualidad, a pesar de los varios problemas que tuve en mi vida. Aún así, y sin perjuicio de mi fe en Dios, no me había comprometido con una vida que estuviera centrada en la religión y la espiritualidad.

Más tarde me encontré con otros miembros de la orden Naqshbandi en Turquía, donde la fraternidad fue poderosa durante varios siglos. Algunos de estos maestros eran bastante eruditos, de mentalidad abierta, y fueron de ayuda en relación a mi propia búsqueda espiritual. Uno de tales mayores era Ahmet Yivlik, cuya baraka, el poder espiritual de los amigos de Dios, era palpable. En su presencia, y mientras él hablaba del camino derviche, podía sentir un éxtasis sutil. Estaba muy versado en las complejas enseñanzas de Ibn al-‘Arabi, y gracias a él yo las pude entender con mayor facilidad.

          Commander Hafizullah Arbab of Faryab

Especialmente me beneficié del tiempo que pasé con un grupo de Naqshbandis en el norte de Afganistán, quienes afirmaban que su organización había permanecido en la región durante siglos, desde la muerte de su fundador epónimo Bahauddin Naqshband (1317–1389). Jamaluddin Rahmatullah, un hombre que estaba destinado a tener un fuerte impacto sobre mí, y otros miembros de su círculo preservaron la claridad de las doctrinas y prácticas de las enseñanzas Naqshbandis que se correspondían con los textos más antiguos e importantes de la orden. Lo que encontré particularmente atractivo acerca de estos Naqshbandis era su cultivo de una conciencia expandida de la verdad espiritual en el marco de la vida diaria. Ellos eran naturales y directos, no usaban ropas especiales, ni abogaban públicament acerca de creencias inusuales. Su grupo incluía muchos granjeros, comerciantes y algunos de los pocos artistas y calígrafos que permanecían en la región desgarrada por la guerra. Lamentablemente, muchos de ellos se vieron obligados a unirse a la lucha militar necesaria para preservar sus comunidades de los ataques marxistas, que los habían asolado desde el comienzo de la guerra en 1979.

Aún era cristiano cuando por primera vez me encontré con miembros de la orden Naqshbandi dispersos a través de partes de las provincias de Jowzan y Faryab. Pero a diferencia de otros que había encontrado, ellos no insistían en que fuese necesario que me convirtiese al Islam. Por supuesto que todos ellos eran musulmanes devotos. Cuando surgía el tema del Islam, decían que Dios atrae a la gente al Islam si Él lo desea y que no había obligación ni coacción para llevar a la gente a la religión. Quizás esta amabilidad en su enfoque fue lo que me condujo al Islam.

Author with Commander "Engineer" Nasim

Durante la época de mis viajes por las provincias de Jowzan y Faryab, a fines de los años 80 y en 1990, pude viajar con libertad dentro de los territorios bajo la jurisdicción de Hesbi Islami y Jamiat Islami ya que había conseguido establecer un vínculo de confianza con ambas grupos. Visité a cierto número de derviches de la fraternidad Naqshbandi que vivían alrededor del área controlada por el Comandante Hafizullah Arbab, un formidable líder de Jamiat perteneciente al pueblo uzbeco y cuyo cuartel general estaba en Almar al oeste de la provincia de Faryab. Al mismo tiempo, trabajé en proyectos de construcción de carreteras y distribución de alimentos en situaciones de emergencia con el, comandante de Hesbi Islami, el ingeniero Nasim. Su sede central estaba en Darzab en la provincia de Jowzjan.

Pienso que estos comandantes me ofrecieron su confianza y cooperación, en parte por mi interés en el camino Sufi. Nosotros tuvimos muchas conversaciones acerca de la religión y el misticismo que les llevó a comprender mis razones para venir a Afganistán, las cuales implicaban mucho más que solo ayudar con trabajo humanitario.

Un día, a mediados de 1990, yo estaba en Almar en el cuartel general de Hafizullah Arbab cuando llegó Sufi Abdullah, un conocido suyo proveniente de la región de Badghis. Él estaba acompañado por varios discípulos, quienes le pidieron verme.

El sufi Abdullah dijo: - Hermano Sikandar, la paz de Allah sea contigo.

– Y la paz sea contigo -respondí.

- Quería encontrarme contigo y ver con mis propios ojos al cristiano que ha venido a ayudar a nuestro pueblo. Tu nombre se ha vuelto tan conocido que he escuchado de ti en mi propia provincia, distante algunas millas de aquí.

–Eres muy amable. Para mí es un honor intentar ayudar a la gente de esta región. No estoy acostumbrado a ver tanto sufrimiento como he visto en los pueblos de esta área. Desde luego, me siento obligado a hacer lo que pueda –le dije.

El sufi Abdullah continuó conversando conmigo con amables cumplidos, y con preguntas acerca de mi vida en mi lugar de origen. Después de media hora o algo así, uno de sus estudiantes pidió permiso para hablar. Sufi Abdullah asintió con la cabeza.

El estudiante dijo:

- Sikandar, la paz sea contigo, para mí es un gran placer encontrarme contigo. Nunca he visto un extranjero como tú y estoy feliz de pasar el tiempo contigo.

– Gracias por tu amable atención - respondí.

- Es grande mi alegría por haberte encontrado a ti y sería más completa si pudiera hacerte una pregunta sobre tu religión ¿Puedo hacerla?

- Sí, desde luego, ¿por qué no?

- He escuchado que tú has estudiado el Islam con amplitud y que incluso has cumplido el ayuno del Ramadán. Pero también escuché que aún no has aceptado el Islam. ¿Es esto verdad?

- Sí, es verdad. He estudiado muchas religiones y me siento atraído al Islam, pero sigo siendo cristiano. Es la religión en la que fui educado –le dije.

Él continuó:

- Espero que me permitas decir lo que está en mi corazón, lo cual diré con el mayor de los respetos y aprecio hacia ti. Tú has hecho tanto por nuestro pueblo que siento un compromiso contigo. Debo preguntarte, si me lo permites, lo siguiente: ¿Si tú conoces acerca de las virtudes insuperables del Islam, cómo es que no te conviertes a esta fe, la cuál vino a completar y a ser el sello de las religiones reveladas? ¿Si tú conoces que tu fe Cristiana fue reemplazada por esta revelación, cómo es que no cambias tu fe al Islam? Con seguridad hay una eternidad de diferencia para ti, distinguido Sikandar.

Sufi Abdullah permanecía en silencio pero no parecía muy complacido con la improcedencia del discurso del discípulo. Sus palabras, aunque amables y elocuentes, no eran nada nuevas para mí. Aunque los afganos tienen diversidad de etnias, desde el punto de vista religioso son casi una monocultura, siendo musulmana casi el cien por ciento de la población. Aunque no hubiese estado comprometido en una búsqueda espiritual, me habría encontrado forzado a examinar mis creencias, explicarlas, compartirlas, y considerar las creencias de otros; consecuencia esta de vivir en un mundo donde la gente es creyente. Estas conversaciones eran más difíciles en las zonas rurales de Afganistán, ya que casi nadie se había encontrado nunca con alguien de otra fe. En la práctica, la comprensión del Cristianismo era inexistente.

- Quiero que sepas, querido hermano –le dije-. Yo también fui criado dentro de una religión particular la cual llegué a creer como la única verdadera. Sin embargo, a estas alturas ya no pienso de esta manera respecto a la religión. ¿En verdad las religiones son tan diferentes unas de otras? ¿No nos llaman cada una de ellas a Dios? Estoy intentando escuchar esa llamada y responderla lo mejor que pueda. En todo caso, ¿Puedo citar un poema en respuesta a tu pregunta? (En esta parte del mundo con frecuencia se utiliza la poesía en los diálogos).

- ¡Oh!, eso me alegraría –respondío él.

- Es un poema del Sufi Omar Khayyam que aprendí hace mucho tiempo. El escribió que:

“En el templo del ídolo y en la madraza, en el claustro y en la sinagoga.

Algunos temen los tormentos del infierno mientras otros anhelan el paraíso.

Sin embargo quienquiera que es conciente de los secretos espirituales de Dios

no ha plantado semillas como estás dentro de su corazón”

El joven miró a Sufi Abdullah y le preguntó si en verdad era un poema de Omar Khayyam.

Dijo Sufi Abdullah: - Sí, lo es. Y fue recitado en forma bellísima por este cristiano. –Y agregó – Quizás por un tiempo deberías estudiar con él en lugar de estudiar conmigo.

5. Una paz rota >>