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The Spy of the Heart
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Quien se conoce a si mismo, conoce a su Señor.

El Profeta Muhammad (Paz y bendiciones sobre él)

1. De espías y bribones.

-Dinos quien eres tú, hermano -dijo, apuntando un AK-47 directamente a mi pecho. Había sido detenido en un puesto de control bajo el mando de Hesbi Islamic, y la incertidumbre comenzaba a tomar forma. Mis años de estudio del persa y mi completa vestimenta y apariencia nativa , aún mi historia de venir de una ciudad del norte afgano, a cuya gente yo me parecía mucho físicamente, no aseguraban un cruce sin inconvenientes aquí en Tangi Boom, en el centro de Afganistán. El hombre que me apuntaba con el arma era miembro de Hesbi Islami, la organización de resistencia liderada por el infame Gulbudin Hekmatyar y compuesta, en la mayor parte, por combatientes pashtunes. Ellos supervisaban los puestos de control claves en esta ruta, en el interior de Afganistán. Las credenciales que yo llevaba eran de su mayor rival: Jamiat Islami, comandada por Ahmad Shah Massoud, y dominada por la etnia Tajik.

-Bien, soy francés. Estoy viajando a la parte norte del país para ayudar a los necesitados”.

Eso era verdad, pues había pasado mi infancia en la Polinesia francesa. Como precaución siempre les decía a los extranjeros que yo era francés. A partir de la Revolución Islámica en el vecino Irán, y desde que los afganos comenzaron a ver como los Estados Unidos estaban manipulando la guerra en su propio interés, se había vuelto peligroso el ser reconocido como un estadounidense.

-Sube al jeep -me dijo, señalándolo con el fusil.

Los cuatros afganos con los que yo viajaba habían permanecido en silencio hasta entonces. Súbitamente Abdul Hayy, el más joven, habló:

-Por favor, Sikandar es un buen hombre, ¡un hombre que esta ayudando a nuestro pueblo! .-Abdul Hayy usó mi nombre local, Sikandar, el cual me había sido dado por los afganos porque rimaba con mi apellido: Darr.

-¿Ah sí? Sube tú también -le ordenó el hombre.

Nos sentamos en silencio en el asiento de atrás y nos agarramos mientras el jeep se tambaleaba de un lado a otro a lo largo de los baches de la ruta que se dirigía al cuartel general en Chak Wardak, a unos quince minutos de marcha. Tras nuestra llegada, de inmediato Abdul Hayy y yo fuimos separados y se me condujo a un pequeño y oscuro cuarto que olía a barro fresco. En la débil luz podía vislumbrar el trenzado de paja mezclada con barro, entre los ladrillos de adobe secados al sol que formaban la pared. El techo era de un suave blanco marfil, con un entramado de rústicos troncos de árboles cruzados por ramas y hojas que soportaban un tejado de barro.

-¡Dios mío ayúdame! Se valiente, mantén la calma. Se valiente, mantén la calma -me repetía a mi mismo.

De pronto entró a la habitación un hombre robusto, con la cara picada de viruela. Con el ceño fruncido reclamó:

-¿Quién eres tú? ¿Qué estas haciendo en nuestro país?

El hombre hablaba casi a gritos. Comencé a explicarle mi trabajo, que había miles de refugiados – desplazados internos- quienes necesitaban ayuda y…

-¿Quién te dio permiso para eso? –requirió el hombre tajantemente.

Saqué mis credenciales de un bolsillo del chaleco, una carta del principal oficial de Jamiat Islami en Peshawar, y se la entregué. El la leyó, aún con mala cara, y rápidamente la lanzó a un lado.

-¡No tienes permiso para estar aquí! ¡Tú eres un espía!

-Por favor -imploré-. ¡No soy un espía! Estoy aquí para trabajar con los necesitados. ¿Por qué no aceptas mi credencial?

-Jamiat no tiene autoridad en Afganistán -replicó encolerizado-. ¡Tú no tienes permiso para estar aquí!

El hombre se puso de pie y dejó la habitación con movimientos rígidos.

-Se valiente, mantén la calma. Se valiente, mantén la calma -musitaba para mis adentros.

La conversación en voz baja de los guardias en la puerta, penetraba en el silencio de mi angustia. La idea de escapar cruzó mi mente. Había una pequeña ventana en un extremo de la habitación. Pensé:: “¿Es lo bastante grande como para pasar a través de la misma?” Quizás si torcía mis hombros en diagonal”. Algo dentro de mío me dijo que no lo intentara.

-No. Espera. Solo espera ,-me dije.

Mientras tanto, meditaba acerca de cuan extravagante era mi situación. En primer lugar. ¿Por qué había ido a Afganistán? Mentalmente reprendí a mi parte aventurera: “Bien, así que tu viniste aquí a aprender más de la cultura y querías ayudar a los necesitados. Querías estudiar la literatura y espiritualidad de Afganistán. Tenías curiosidad por el Islam. ¡Mira donde estás ahora! ¡En manos de fanáticos que harán contigo lo que les plazca!”

Tenía 38 años de edad. Había crecido en el ambiente tolerante y multicultural de California, donde a lo largo de los años trabé amistad con inmigrantes provenientes del mundo islámico. A través de esas cálidas amistades fui trazando mi exploración de la rica cultura del Islam. Las diferentes artes de esa parte del mundo me condujeron a profundizar en el estudio de las ideas que representaban. Con el bagaje de una idealización romántica de la cultura y la gente finalmente viajé a la región. No tenía ni idea de la situación en la que me estaba adentrando.

Estuve sentado por una hora o más hasta que otro hombre entró en la habitación. Se mostraba tranquilo y con cara de poker; sólo se sentó allí y me estudió durante un tiempo.

Entonces con autoridad y firmeza me preguntó:

-¿Quién eres tú, hermano?

-He estado intentando explicarlo, soy un francés trabajando con refugiados, desplazados internos. Solo estaba en mi ruta a…

-¿Por qué mientes? -me interrumpió-. ¿Por qué mentiste en el puesto de control de ruta? ¡Si fueras un trabajador de ayuda humanitaria no hubieras tenido necesidad de mentir! -Su voz había subido el tono.

-Sí, mentí –admití-. Pero usted conoce cuan duro es atravesar todos los puestos de control de ruta en este país.

-¡Y te has disfrazado como un afgano! ¿Cuáles son tus intenciones realmente, hermano? ¿Para quién estás trabajando?

-Por favor, solo dije eso para evitar ser detenido. Por favor comprueba mis credenciales. Por favor comprueba mi historia.

El fijó la vista en mi carta de Jamiat Islami y, burlándose, dijo:

-Esa gente no tiene autoridad en Afganistán. Son títeres de Occidente. ¡Mucho de ellos son maoístas!.

Su actitud la encontré a menudo durante los años que trabajé en Afganistán. Cada tribu, organización militar, y grupo étnico despreciaba y era despectivo con el resto.

-¿Dónde está tu pasaporte? -demandó.

-Está en Peshawar, nunca lo llevo conmigo…

-¿Así que tú has estado aquí antes? -preguntó, entrecerrando sus ojos.

-Pues bien, sí, unas pocas veces he estado en Konar y otras en las provincias fronterizas. Tenemos proyectos en Pakistán también.

-Estás mintiendo. ¡Tú eres un espía! -insistió y se levantó.

Me lanzó una mirada despectiva y dejó la habitación empuñando mi carta de Jamiat Islami. Me senté sintiéndome abrumado, pero con una extraña calma. Nuevamente hice una plegaria, y pedí a Dios por su intervención. Pensaba acerca de quién podía ser capaz de ayudarme desde el otro lado de la frontera con Pakistán, a solo uno o dos días de marcha.

Mi interrogador regresó un par de horas más tarde. Esta vez comenzó afirmando:

-Soy el Comandate Asif, comandante general de esta área. Tú debes decirme la verdad. No tengo mucho tiempo como para perderlo contigo.

Pasamos por una réplica casi exacta de nuestra anterior conversación. El aún no estaba convencido de mi historia, terminó diciendo:

-Estarás en prisión hasta que me digas cual es tu verdadera misión.

Mi ánimo se hundió ante la perspectiva de ser retenido allí, incapaz de comunicarme con los amigos y pedir ayuda; lo que yo conocía del tratamiento dado por Hesbi Islami a los espías, reales o imaginarios, solo aumentaba mi preocupación. Pero también me sentía aliviado por el hecho de que la única amenaza que había recibido era la del encarcelamiento. Ya me había imaginado, con una extraña despreocupación, un escenario más perturbador: ser sacado de la celda, llevado al patio y ejecutado de inmediato de un disparo. Pero ahora había una esperanza. Estaba seguro que el asunto podía ser aclarado una vez que ellos comprobaran con la oficina de Peshawar para saber quien era yo, eso sí, en tanto y en cuanto no averiguaran demasiado a fondo. Si descubrían que yo era un estadounidense habría sido atrapado en otra mentira, la cual parecería confirmar las sospechas del Comandante Asif. La totalidad de la población parecía obsesionada con la idea de que los extranjeros, especialmente los norteamericanos, eran espías. Lo irónico es que los Estados Unidos estaban respaldando económicamente a este grupo de fanáticos, aunque la mayoría de los norteamericanos no eran concientes de ello en esa época.

Hesbi Islami era una despiadada máquina de guerra y, por esta razón, eran la opción ideal tanto para la CIA como para el notorio ISI (Servicio de Inteligencia Militar de Pakistán). El juego de la CIA era bastante simple: humillar militarmente a la Unión Soviética y destrozar al régimen marxista en Afganistán. Los objetivos ocultos del ISI era, de lejos, más complejos. Ellos querían manipular el futuro político de Afganistán, quizá incluso absorberlo dentro de Pakistán, y ciertamente querían controlar su política y recursos naturales en las siguientes décadas. El más alto nivel del ISI incluía a muchos oficiales de origen pashtun. Sus tierras tribales hereditarias se extendían casi desde Irán hasta el río Indo en el norte de Pakistán.

Como señalé antes, el factor de la pertenencia étnica es una de las cosas más importantes que llegue a comprender durante los años que trabajé en Afganistán; la etnia es lo primero. Eso viene antes que la identidad política, nacional y aún la sectaria. De ahí que no me sorprendiera que los pashtún estuvieran trabajando activamente con la inteligencia pakistaní y en estrecho contacto con Hesbi Islami.

La mayoría de los occidentales estaban inclinados hacia la facción más moderada Jamiat Islami, en gran medida por la admiración que causaba su carismático líder, Ahmad Shah Massoud, el “León de Panshir”. La visión moderada e integradora que él articulaba para el futuro de Afganistán, atraía a los occidentales. Massoud estaba familiarizado tanto con la tradición islámica como con el moderno pensamiento occidental. Tenía representantes en Europa y había trabajado estrechamente con voluntarios y periodistas occidentales. Massoud debería haber sido apoyado más activamente por los Estados Unidos, pero los servicios de inteligencia pakistaní tenía otros planes.

Ellos despreciaban a Massoud pues este era orgullosamente independiente y nada quería de la intervención pakistaní en Afganistán. Más importante aun, Massoud era étnicamente Tajik, del sector mayoritario de habla persa de la población. Los servicios de inteligencia pakistaní quería que una organización pashtun dominase la resistencia afgana y los pakistaníes influenciaban poderosamente la distribución de la ayuda militar norteamericana en la región, valorada en cientos de millones de dólares al año.

Esperé en la habitación oscura y calurosa, mientras largos minutos de auto-consciencia transcurrían con lentitud. Me atemorizaba mi situación y mis afiliaciones poco propicias. Yo era un estadounidense, que se hacía pasar por francés, caracterizado como un afgano del norte, siendo este último un grupo étnico rival que competía con una visión política propia para Afganistán. Yo era amigo de varios líderes de Jamiat Islami provenientes del norte de Afganistán y, desafortunadamente, ya había hablado varias veces en asambleas afganas en Peshawar contra los peligros que veía que acechaban a Afganistán a causa del respaldo económico occidental a organizaciones como Hesbi Islami.

El Comandante Asif súbitamente entró otra vez en el cuarto; dio instrucciones a un asistente quien pronto nos dejó a solas.

Comenzó diciéndome:

-No aceptamos tu carta de Jamiat. Ellos no tienen autoridad en Afganistán. Hemos registrado tu bolso y encontramos una cámara fotográfica. Si realmente eres un trabajador de ayuda humanitaria ¿por qué llevas una cámara? -Dijo esto en forma casi triunfante, como si acabara de desenmascararme en mi oculta misión.

-Señor Comandante –respondí-. Tengo que tomar fotografías de las condiciones de los refugiados y desplazados internos a fin de documentar su situación frente a las organizaciones que han comprometido dinero para ayudarlos.

Su voz estalló:

-¡No te creo! -Su asistente entró a la habitación y se paró cerca, con su AK-47 listo para usar.

-Tu eres un espía y no tienes permiso para entrar en nuestro país. ¡Vacía tus bolsillos! -me ordenó el comandante.

Casi no tenía nada conmigo. Mis captores ya habían registrado mis pertenencias y la única cosa que no estaba en mi mochila era el dinero para el viaje, el cual se hallaba cosido dentro mi bolsa de dormir. Afortunadamente, eso había quedado atrás con mis otros compañeros de viaje afganos que no habían sido detenidos en el punto de control. Le entregué la única cosa que tenía en mi bolsillo, una pequeña hoja de papel prolijamente doblada a efectos de proteger el texto de una hermosa caligrafía árabe.

-¿Qué es eso? ¡Déjame verlo! Reclamó.

Se lo entregué, preguntándome cuál sería su reacción cuando lo leyera. ¿Se ofendería? Se trataba del inicio del primer verso del Corán, escrito para mí por Qari Rahmatullah, el recitador del Corán, o qari, del grupo de mujahidines que me habían acompañado en la frontera de Pakistán algunos días atrás. Qari Rahmatullah tenía la voz más melodiosa que jamás hubiera escuchado; sonora e impactante. Su apasionado canto era perfecto para la liturgia que estaba recitando. Había advertido mi esfuerzo por acercarme a él para escuchar su recitado con ocasión de las plegarias y se esforzó en darme la bienvenida al grupo, aún sabiendo que era un cristiano. Me habló acerca de la belleza del Islam; verdaderamente podía sentir esa belleza en él y escucharla en su voz.

Una mañana Qari Rahmatullah me preguntó si me gustaría aprender algunos versos coránicos. Acepté con placer. La verdad es que yo ya conocía este verso de apertura del Corán, pero quería la amistad y guía de Qari Rahmatullah. El escribió el verso sagrado en un pedazo de papel para que así yo pudiera practicarlo. Bismillah ar-rahman ar-raheem. Al-hamdu lillahi rabi al-‘alameen (En el Nombre de Allah, el Compasivo, el Misericordioso. Alabado sea Allah, Señor de todos los mundos).

Ese era el contenido en la pieza de papel doblada que entregué al comandante de aspecto severo que se sentaba frente a mí. Él lo desdobló. Transcurrió una larga pausa.

-¿Eres musulmán? -Preguntó con una voz más gentil.

-No lo soy comandante. Soy cristiano.

-Entonces ¿Cómo es que llevas contigo ese verso sagrado?

Narré los intereses que lo largo de mi vida tuve en materia de religión y espiritualidad. Expliqué que había estudiado el Islam antes de llegar a la región. Le conté de mi experiencia de escuchar los bellos recitados de Qari Rahmatullah y mi deseo de memorizar el versículo.

El rostro del Comandante Asif se suavizó. Incluso pareció que sus ojos se habían humedecido ligeramente. Le pidió al guardia que dejara la habitación y nos quedamos sentados en calma por un momento. Entonces me preguntó dónde me había criado y otros detalles acerca de mi vida, pero ahora en un tono muy diferente, casi amigablemente. Habló respecto a cuan dura había sido la guerra para él y su gente. Me preguntó sobre mis puntos de vista religiosos y le hablé de mi educación como católico. Él explicó que todos los musulmanes aman y reverencian a Jesús, a quien ellos consideran un gran profeta y el “espíritu de Dios”. Entonces afirmó que Jesús no era el “hijo de Dios”, que Dios no podía tener un hijo.

-El Islam es una luz para todos aquellos que se acercan a su realidad ,-dijo en tono acogedor.

-He sido atraído al Islam y lo estoy estudiando -le dije-, y estoy asombrado de la belleza que ahí encuentro”.

Finalmente dijo:

-Tú has entrado a Afganistán ilegalmente, pero acepto que tienes una misión aquí y escribiré para ti una apropiada carta de autorización.

Se levantó y dejó la habitación. Poco después, un hombre trajo una deliciosa tajada de melón. Era dulce, tan dulce, como la repentina sensación de alivio y salvación que sentía en mi corazón.

Aun estaba ligeramente nervioso respecto a que el Comandante Asif pudiera cambiar de opinión, pero él retornó con la carta y me deseo paz y éxito en mi travesía.

-Gracias, y la paz sea contigo, Comandante Asif ,-le dije con alivio.

Mientras éramos conducidos de vuelta al puesto de control de ruta reflexioné acerca de mi fragilidad. Agradecí a Dios por no ponerme bajo una prueba que sondease mi carácter de manera más seria. No sabía como habría sido capaz de manejar una larga detención. Aun así me di cuenta que no había tenido pánico, ni había abandonado las esperanzas. Por mi mente cruzó el pensamiento de que podía aun cambiar mis planes y volver a Pakistán.

-No, debo seguir adelante”, decidí. “Este es solo el comienzo de mi viaje. Debo confiar en Dios y en Su plan, en lo que tiene reservado para mí.

A las pocas horas, Abdul Hayy y yo nos reencontramos con nuestros tres compañeros de travesía, quienes nerviosamente esperaban en el puesto de control de ruta. La carta de autorización del Comandante Asif de Chak Wardak era nuestro salvoconducto a través de las peligrosas regiones del norte de Afganistán. Siempre que nos encontrábamos en áreas controladas por Hesbi Islami, esta carta tenía éxito donde la autorización de Jamiat Islami era inútil.

Ruta seguida por el autor durante el viaje por tierra de 1989.

El incidente en Chak Wardak no habría ocurrido si no hubiera decidido separarme del poderoso grupo de trescientos mujahidines en la frontera pakistaní. Nosotros queríamos hacer la totalidad del viaje con mi amigo afgano, el comandante de Jamiat, Hají Nurullah de Sheberghan. El había dado su consentimiento de protegernos a nosotros y a nuestros animales de carga, a los cuales estaban amarrados los artículos destinados a ser distribuidos entre los pobladores necesitados del norte afgano. No era solo una caravana de mercancías. También lo era de dinero, oculto dentro de los bultos de frazadas y artículos domésticos. La vieja moneda afgana, aun en uso, estaba tan devaluada por la inflación que los 50.000 dólares que habíamos cambiado necesitábamos transportarlos en media docena de burros que acarrearan los fajos de billetes.

Comandante Haji Nurrulah of Sheberghan.

Comandante Haji Nurrulah of Sheberghan.

Conocía al Comandante Nurullah desde hacía dos o tres años. Él acostumbraba a visitarme en mi oficina de Peshawar siempre que venía a Pakistán a solicitar las medicinas y semillas que nuestra fundación proveía. Ocasionalmente traducía para él en las oficinas de otras agencias, a fin de ayudarle a conseguir lo que necesitaba para su lejana provincia. Habíamos desarrollado una buena afinidad y sentía que sería seguro viajar con su pequeño ejército hacia el norte. Lo que no sabía es que había otros extranjeros en su grupo: árabes provenientes de Egipto y Yemen.

Las dificultades con los árabes empezaron casi de inmediato. Había una media docena de ellos en nuestra comitiva, la mayoría de Egipto, Yemen y Arabia Saudita. Parecían tener entre veinte y treinta años de edad. Un par de ellos eran claramente bien educados. El más altisonante y crítico era un albino proveniente de Egipto de presencia imponente.

Estábamos en Azan Warsak, en la frontera pakistaní, cuando los árabes descubrieron que yo formaba parte del grupo. El Comandante Nurullah había intentado mantener mi presencia en secreto. Él era uno de los tantos amigos afganos que me había aconsejado viajar disfrazado. De alguna manera corrió el rumor de mi identidad y los árabes se volvieron abiertamente hostiles hacia mí. Mi interacción con ellos se volvió tan perturbadora que al segundo día dentro de Afganistán, acordé con Nurullah dejar temporalmente la seguridad de su grupo. Mi pequeña banda de cinco partió, vestidos con ropas simples y sin armas, esperando no llamar la atención mientras viajábamos hacia el norte. Planeamos reunirnos con Nurullah en el norte afgano para distribuir el dinero y provisiones que llevaba en su caravana a los refugiados y desplazados internos por la guerra.

Los jóvenes árabes de su contingente habían llegado a Afganistán para la guerra. Se jactaban de haber venido a matar infieles, entendiendo por esto a los marxistas afganos que aún sostenían el poder en las ciudades tras la retirada soviética. Hablaban a viva voz respecto del infiel Occidente, lo bastante alto para asegurarse que los escuchara cuando me describían como un kafir, un infiel impío. También decían que era un espía. El comandante Nurullah envió a su asistente para explicarme las tensiones resultantes de trabajar con los árabes y la necesidad de que yo evitase el contacto con ellos. Nurullah tenía las manos atadas. Necesitaba el dinero y la ayuda de los árabes a fin de tener éxito en su viaje de regreso al norte. Sin embargo, su ayuda era una espada de doble filo. Los combatientes árabes eran despreciados en muchas partes de Afganistán. Eso era verdad especialmente en Hazarajat donde los habitantes eran chiítas, la secta minoritaria más grande en el mundo islámico. La mayoría de los comandantes chiítas de Hazarajat seguían los dictados religiosos del extinto Ayatollah Khomeini, arquitecto de la revolución islámica en el vecino Irán. Los árabes Wahabis consideraban a los chiítas como infieles. Se habían producido terribles batallas entre combatientes Hazara y árabes jihadistas que viajaban por aquel territorio.

Llegados al año 1984 la influencia árabe se expandía por todo Afganistán. Aquellos árabes islamistas ya eran vistos entonces en sus propios países como fanáticos, integrados en la mayor parte por jóvenes resentidos y desilusionados con sus propios gobiernos. Los islamistas despreciaban la cultura occidental, pues pensaban que corrompía sus sociedades. Muchos habían sido recientemente liberados de las cárceles de sus países de origen, donde habían sido condenados por crímenes tales como la sedición.

Afganistán era un refugio para la nueva cultura de los “jihadi”, los guerreros santos. El estereotipo del jihadi había tomado forma lentamente, a lo largo del último par de décadas, y era un factor perturbador a través del mundo islámico. Se basaba en las ideas de la Hermandad Musulmana en Egipto y otras organizaciones similares que habían existido desde la primera mitad del siglo veinte. El ideal era el de un joven hombre piadoso dispuesto a abandonar su vida ordinaria, aún su propia vida, por la causa noble y pura de un “Islam original”. Veían a este Islam original como una ideología que podía superar tanto la corrupción del decadente Occidente, como la debilidad de la mayoría de los musulmanes, a quienes consideraban hipócritas.

Con la llegada de esos árabes a Afganistán, sus visiones extremistas los llevaban a chocar con los afganos. En la provincia de Konar hablé con quienes lamentaban la destrucción, por parte de los árabes, de tumbas de santos sufis, y de otros lugares sagrados que los creyentes visitaban buscando una intercesión espiritual para sus problemas. El puritanismo árabe wahabi consideraba estas y otras prácticas tradicionales afganas como una forma de idolatría. También había escuchado muchas historias de afganos que habían sido corregidos de mala manera por parte de los árabes, quienes afirmaban que los primeros no sabían rezar correctamente. Los afganos son un pueblo orgulloso que no aceptan tales críticas en silencio. La mayoría de ellos rechazaban este nuevo fanatismo, pero con el tiempo fue ganando terreno.

Muchos jóvenes musulmanes afganos habían comenzado a abandonar las moderadas creencias y prácticas de su cultura volcándose hacia este nuevo Islam político y militar que echaba raíces en Afganistán. Esta nueva forma de Islam era una síntesis de la más literal y selectiva lectura del Corán, mezclada con un punto de vista antioccidental y antisecular. Observé que las corrientes que competían por influenciar a Afganistán comprendían las doctrinas del Ayatollah Khomeini, el wahabismo árabe, y el dogmático islamismo Maududi que se había estado ramificando durante algunas décadas en Pakistán. (Abu Ala Maududi había sido fuertemente influenciado por la Hermandad Musulmana de Egipto. Su movimiento favorecía una revolución mundial islámica que restauraría el idealizado califato de los primeros años del Islam.) Las madrassas, o escuelas religiosas de Pakistán, habían estado educando a decenas de miles de niños refugiados afganos. En esas escuelas, la ideología inculcada era de un exclusivismo intolerante que justificaba la violencia como un medio para lograr sus objetivos. La guerra llevaba una década en marcha y la amable y hospitalaria rama del Islam afgano tradicional se estaba perdiendo.

La víspera de nuestra partida, abandonando la seguridad de la caravana del Comandante Nurullah, un par de árabes me desafiaron a explicar como podía permanecer cristiano ahora que había visto a los verdaderos guerreros musulmanes. Expliqué, por encima de sus ruidosas objeciones, que de hecho había estudiado el Islam durante muchos años y que lo que lo hacía tan atractivo para mí no era lo que ellos generalmente afirmaban del Islam.

“El Islam, tal como lo comprendo, es una religión para orientarse hacia Dios, e históricamente, ha sido el receptáculo que ha preservado la ciencia y conocimiento de muchas culturas.”

Ellos mostraron desprecio cuando les hablé acerca de la influencia del pensamiento griego, persa e indio en los primeros tiempos del Islam, y de los enormes avances hechos en ciencia, medicina, y filosofía como resultado de tal síntesis.

“¡Tú eres un kafir, un infiel! Gritó uno de ellos, “No tienes ni tan siquiera derecho a hablar del Islam. ¡Estás denigrando nuestra religión con tu sucia charla!”

Su persa era tosco y duro de comprender, pero ciertamente entendí a que se refería.

“Es por esto por lo que nosotros hemos venido a hacer la jihad”, dijo otro, “para destrozar a gente como tú y ese pakistaní infiel amigo tuyo. Ambos blasfemáis contra el verdadero Islam.”

El árabe hablaba de Haji Nezakat, un pakistaní a quien había encontrado durante los preparativos en la frontera. Los árabes pensaban peor de él que de mí, pues habían llegado a la conclusión que no podía ser un haji, título honorífico dado a aquellos que habían hecho la peregrinación a la Meca. Aparentemente le habían pedido que describiera ciertos lugares y ritos del hajj y no estaban satisfechos con sus respuestas. Por muy duros que fuesen conmigo por ser un kafir, aquellos fanáticos eran menos tolerantes con alguien a quien consideraban un mal musulmán. Ellos veían a Haji Nezakat como un hipócrita incorregible. También mostraban un claro desprecio por él pues pensaban que era un espía trabajando para la inteligencia pakistaní.

Mucho tiempo después de ese viaje, cuando me reencontré con Nezakat en el norte de Afganistán, llegué a la conclusión que los árabes estaban en lo cierto respecto a las conexiones de Nezakat con la inteligencia pakistaní. No pensaba eso cuando lo encontré por primera vez pues, después de una vida de consumir libros y películas de espionaje, pensaba que él no tenía las cualidades de cuidado y discreción que necesita un verdadero espía. Nezakat hablaba impertinentemente acerca de todas las cosas y afirmaba, bastante abiertamente, estar trabajando con los servicios de inteligencia. Al principio, francamente pensé que podía estar un poco loco. No fue hasta más tarde que me di cuenta que su conducta y muchas de las cosas extravagantes que decía era en realidad una pantalla de humo cuidadosamente calculada. Finalmente supe que Nezakat estaba trabajando con el gobierno pakistaní a fin de comprobar la distribución de las armas financiadas por Estados Unidos.

Con el tiempo llegué a admirar la audacia de su artimaña. También disfrutaba inmensamente su compañía mientras viajaba en esta zona de guerra superpoblada de fanáticos y manipuladores. Nezakat podía entrar y salir de casi cualquier situación con su irresistible sentido del humor y su apariencia naturalmente divertida. Su cara de alguna manera reflejaba una dura expresión flotando en un mar de alegría, lo suficiente como para hacerme estallar en una carcajada sin que me dijera cosa alguna. Cuando abría la boca siempre era para soltar un disparate o un chiste de humor negro. Estaba sorprendido de que pudiese salir airoso con su uso de la irreverencia y su peligroso carácter iconoclasta. Juntos visitamos la casa de Maulawi Shahabudin en Sangcharak en el norte del país. El Maulawi, un anciano muy digno cuyo título denotaba autoridad religiosa, era el comandante de más alto rango de Hesbi Islami en toda la región, y no era un hombre a ser tomado en broma. Mientras el hijo adolescente de Maulawi estaba sirviendo la comida, Haji Nezakat de repente pretendió tener un interés amoroso en el apuesto muchacho. Hizo girar sus ojos lascivamente y preguntó al Maulawi: “¿Quién es este hermoso muchacho?”

El Maulawi, sorprendido, le dirigió una dura y ofendida mirada, y por un momento todos en la comida temimos que el desastre era inminente. Pero de inmediato, él Maulawi rompió en una carcajada que llenó la habitación. El resto de nosotros se unió en las risas, y la situación fue superada. Prácticamente todos los días que viaje con Haji Nezakat le vi usar éste tipo de irreverencia cómica que disolvía la dureza y tristeza que encontrábamos.

Quería fotografiarlo pero me advirtió que los espías no deberían ser fotografiados. Aunque tiempo después, cuando nos encontramos otra vez en Peshawar, me dio dos fotos donde estábamos juntos, imágenes tomadas con su propia cámara. El sonreía y me lanzó una mirada de conspirador, y entonces me entregó las fotos, mientras miraba cuidadosamente a un lado y otro, fingiendo transmitir un secreto.

El autor con Haji Nezakat en Afganistán.

Pensé que era obvio por qué los árabes fanáticos no podían respetarle. Ellos no poseían sentido del humor. De hecho, jamás los vi reírse. Ellos solo reían cuando hablaban de sus experiencias en batalla.

Nuestro tedioso y algunas veces peligroso viaje a pie y a caballo adentrándonos en el norte de Afganistán también mostraba sus alegrías y satisfacciones. Afortunadamente, había aprendido a cabalgar gracias a una amiga en California; Lynda me llevó a cabalgar a lo largo de una playa cercana a San Gregorio y me enseñó como sentirme a gusto con aquellos animales independientes y caprichosos.

Viajábamos alrededor de las ciudades controladas por los marxistas, a través de yermos, bosques, ríos y pasos en las altas montañas. Disfrutaba los largos días de viaje a través de esas áreas remotas. Había tiempo de sobra para pensar acerca de las cosas que realmente importaban a medida que nuestro pequeño contingente se movía lentamente hacia el norte. Nos levantábamos cada día al amanecer después de unas pocas horas de haber dormido con frecuencia en forma incómoda sobre terreno rocoso o en casas de té infectadas de piojos. Después de un pequeño desayuno de pan y té, comenzábamos una jornada de doce horas de cabalgata a lo largo de sendas increíblemente estrechas y peligrosas, muy a menudo serpenteando a lo largo de los bordes de precipicios, donde mis compañeros rememoraban mutuamente la pérdida de varios jinetes y aún de caravanas enteras que habían desaparecido en los abismos que se abrían a nuestros pies. No obstante el cansancio acumulado en aquellos días de viaje, permanecíamos de buen humor.

Durante esos largos días reflexioné acerca de la influencia islamista que veía como estaba echando raíces en Afganistán y me preguntaba que impacto tendría en las creencias afganas, más tolerantes y amables. Libre de las tensiones con los árabes, estaba de buen humor. Pensaba acerca de mi propia vida.

La razón por la cual había venido a Afganistán eran: en primer lugar mi amor por la cultura afgana. Nunca podré olvidar la sinceridad y amabilidad que había sentido con mis amigos afganos en los Estados Unidos. Era conciente de la rica herencia de la cultura afgana que se remontaba varios siglos atrás. Durante años había estudiado textos clásicos persas, algunos de ellos escritos por afganos tal como el hoy famoso Jalaluddin Rumi. Más tarde, en mi viaje, me sorprendería al encontrarme con gente en los valles rurales del noroeste de Afganistán que aún hablaban el persa en forma casi idéntica al lenguaje de las obras maestras de Rumi.

Mucho tiempo antes de viajar a Afganistán, me había sentido profundamente conmovido por las traducciones al inglés de estos poemas. Y había venido a Afganistán buscando las pistas de esta magnánima cultura que había encendido la llama de mis esperanzas y sueños. Mientras proseguía el sendero sobre mi letárgico caballo, pensaba acerca de cómo esta cultura brillante de la espiritualidad islámica rápidamente iba desapareciendo en vista del sufrimiento causado por la guerra. La cultura afgana tradicional estaba siendo erosionada por el fanatismo de los Wahabis y Maududis. Eso me hizo pensar que la existencia de este extremismo de miras estrechas era incompatible con el Islam, que alguna vez fue lo suficiente vasto para sostener y proteger el conocimiento del mundo que había conquistado. Ese mundo que se extendía del Océano Atlántico hasta China.

Cabalgaba recordando mi encuentro casual tres años antes, en 1986, con el extraordinario poeta laureado afgano y místico Ustad Khalilullah Khalili. Mi breve amistad con él cercana al fin de su vida me había influido profundamente, ante todo porque manifestaba la sabiduría, amplitud de miras y tolerancia religiosa tal como se describe en la literatura clásica del Sufismo. El también había proclamado su temor de que esos valores estuvieran desapareciendo en Afganistán.

Cabalgando por la escarpada y estrecha senda, recordé nuestras afectuosas conversaciones. Una vez, preocupado por si un cristiano como yo sería capaz de comprender el misticismo islámico le pregunté:

-¿Necesita una persona ser musulmán para captar la espiritualidad del Sufismo?

-El corazón del amante de Dios debe purificarse y pulirse. Entonces él verá el significado del Corán escrito en los desplegados pétalos de rosa de su propio corazón. Quienquiera que tenga tal corazón es un sufi y un verdadero musulmán.- contestó Ustad Kalili.

Recordé que los sufis a menudo llevan el mote de jasus al-qalb, “el espía del corazón” Reflexioné acerca de como Ustad Khalili había captado de inmediato mi identidad esencial. Él había percibido mi anhelo y mi desilusión. Sabía que yo había venido a Afganistán en busca del significado de la vida.

Los afganos que encontré durante aquellos años sin duda se preguntaban acerca de los propósitos de un joven extranjero viajando a caballo a través de su país desgarrado por la guerra, vestido con ropas de nativo y hablando el lenguaje local. Algunas veces pude sentir que ellos intentaban ver cuales eran mis intenciones cuando hablábamos de la guerra. A menudo expresaban su admiración por mi predisposición a ir a zonas de combate. Me preguntaban acerca de las injusticias y sufrimientos que había visto. Compartía con ellos mis más oscuras experiencias y también repasaba los muchos actos de generosidad y coraje de los que había sido testigo.

Los afganos que encontré durante aquellos años a menudo estaban tristes y exhaustos. Se veían a si-mismos atrapados entre la guerra civil implacablemente destructiva y la interferencia desestabilizadora de algunos poderes externos, incluidos los Estados Unidos. Era comprensible que abrigasen al menos alguna sospecha acerca de los motivos de un extranjero, y era entendible que muchos en la zona de guerra pensaran que yo era un espía. Ellos no podían descifrar el verdadero propósito de mi estancia en Afganistán. Sin embargo, Ustad Khalili había espiado correctamente en mi corazón, había comprendido mi búsqueda de un significado. En los años que han pasado desde su muerte, a menudo he sentido su presencia y ocasionalmente he soñado con él.

A medida que mi caballo renuentemente trepaba la senda junto a la orilla de un encantador arroyo, una abubilla, el símbolo del guía espiritual, súbitamente pasó volando y se posó delante, en la hierba. Miró hacia nosotros, y expandió la cresta de pluma de su cabeza como una corona. Recordé la abubilla de mi sueño la noche anterior, en su resplandeciente vuelo sobre mí.

El esta contigo donde quieras que estés. >>